martes, 29 de septiembre de 2009

Las "virtudes" de la sanidad privada

La sanidad pública española pierde posiciones respecto a otros sistemas públicos europeos. Evidentemente, ésta será la excusa utilizada por algunos para insistir en el discurso que presenta la iniciativa privada como la panacea que remediará todos los males que afectan a nuestra sanidad. Lo cierto es que tanta alabanza es injustificada y para sustentar esta afirmación no es necesario consultar a un nigromante o un brujo, sea de pago o del seguro, es suficiente con observar la quintaesencia de ese modelo sanitario que el Presidente Barack Obama pretende reformar.

Según las estadísticas, cuarenta y seis millones de personas en ese país carecen de atención sanitaria, pero este dato se queda corto y no contempla otros ochenta millones de ciudadanos cuya cobertura es insuficiente y estas cifras continúan incrementándose. Como consecuencia de la crisis, muchas empresas han recortado gastos transformando gran número de contratos a jornada completa en jornada parcial y esta modificación las exime de contratar seguros para ese tipo de empleados. Y éste no es un fenómeno nuevo, desde hace años muchas empresas se han visto imposibilitadas para contratar seguros médicos como consecuencia del constante incremento de su coste.

Dos de los grandes mitos utilizados como argumentos por los defensores de este modelo sanitario son su eficiencia económica y la calidad dispensada a los pacientes. Sin embargo, la realidad es tozuda y desmiente ambos tópicos. Los costes administrativos de las aseguradoras norteamericanas son de media de un 25%. En Europa, en el peor de los casos, no sobrepasan el 15% (en nuestro país están en torno al 10%). Si a esto le sumamos el anteriormente mencionado incremento de los costes para las empresas, podemos llegar a la conclusión de que el mayor reto para la competitividad de las empresas estadounidenses posiblemente resida en su modelo de sistema sanitario.

Por otra parte, la calidad de la atención es muy cuestionable en el momento que el objetivo de una aseguradora es obtener el máximo beneficio posible y con este fin tienen legiones de empleados, cuya única función es encontrar defectos de forma en los contratos con sus clientes para poder anularlos cuando a estos se les diagnostica una enfermedad grave. Además, los defensores de este sistema olvidan con excesiva facilidad un componente esencial en cualquier tratamiento médico, como son los medicamentos, ya que estos no son gratuitos y muchos asegurados en sus pólizas sólo tienen garantizado el diagnóstico, no el tratamiento. A diferencia de los sistemas públicos, donde las medicinas son gratuitas para jubilados y enfermos crónicos o parcialmente subvencionadas para el resto de la población.

Evidentemente, los sistemas sanitarios públicos tiene problemas, eso ni sus más firmes defensores lo niegan, la verdadera dificultad es determinar cuáles le son propios y cuáles son el resultado de intereses políticos y económicos empeñados en menospreciar y devaluar la sanidad pública. Quizá algunas listas de espera solo es posible explicarlas, no en razones de carácter técnico, sino por decisiones políticas dispuestas a utilizarlas como excusa para dar entrada a actores privados en nuestro sistema público. De todo esto solo podemos deducir una cosa con claridad, salud y beneficios económicos son dos cuestiones que casan con dificultad y a la vista de los hechos parecen excluirse una a la otra.

jueves, 24 de septiembre de 2009

Volubles

La preocupación sobre el déficit público parece ser muy voluble. Mientras los bancos necesitaron dinero para sanear sus cuentas y la industria automovilística exigía que se concedieran ayudas a los compradores, todo el mundo, hasta los más ortodoxos ultraliberales afirmaban que incurrir en déficit era inevitable y necesario, una formula para evitar males mayores a la economía.

Sin embargo, una vez que los bancos no solo han saneado sus cuentas, gracias a nuestros impuestos, sino que también han incrementado su valor (y todo esto sin que ninguno de los errores que provocaron el desastre haya sido corregido), volvemos a oír hablar de forma insistente del dichoso déficit. Ahora, cuando llega el turno de proteger a los ciudadanos que han quedado desamparados por los excesos de ejecutivos impresentables, desquiciados y que continúan cobrando sus primas, es imperioso volver al déficit cero. Y precisamente son quienes más se beneficiaron de las ayudas públicas quienes exigen con más ardor ese retorno. Recuerdo una conversación con un viejo sindicalista curtido en la lucha antifranquista. Este hombre, ya jubilado, afirmaba que no entendía a la gente, ni tampoco la capacidad de aguante que mostraban ante medidas que treinta o cuarenta años antes hubieran provocado manifestaciones y protestas generalizadas. Ahora en cambio, proseguía, la gente se lo traga todo.

Seguramente tiene razón, si esos sinvergüenzas, acostumbrados a privatizar los beneficios y a socializar las pérdidas, se encontraran con cientos de miles de personas en la calle cada vez que pretendieran saquear nuestros bolsillos, seguramente se lo pensarían dos veces antes de tomar algunas decisiones. Posiblemente el capitán Marko Ramius en “La caza del octubre rojo” no andaba desencaminado y tuviera mucha razón cuando afirmaba que: “una pequeña revolución de cuando en cuando es algo saludable”, quizá no cambiarian las cosas, pero sí al menos refrescaría la memoria a algunos impresentables y los haría menos volubles.

jueves, 17 de septiembre de 2009

Si vis pacem, para bellum

Haciendo zapping con mucha desgana acabé en un canal que emitía un documental. No trataba sobre leones persiguiendo cebras, ni iba de cocodrilos emboscados en el Masai Mara esperando capturar a algún ñu despistado. El documental en cuestión iba de armas, de nuevos desarrollos que incrementaban su potencia, su capacidad destructora y precisión. Un presentador entusiasmado y un inventor muy satisfecho de sí mismo, presentaban un nuevo tipo de explosivo, el cual seguramente no había sido desarrollado para voladuras en minas o canteras. Esta afirmación, por supuesto, no la hago porque sea un experto en la materia, sino simplemente porque en la demostración utilizaron unos maniquís, los cuales, todo hay que decirlo, quedaron muy maltrechos, y evidentemente esto fue motivo de celebración para todos, incluso yo lancé un “¡hurra!” al ver como aquellos sucios monigotes de plástico quedaban descabezados y desmembrados. De hecho y lo confieso con algo de vergüenza (la justa para que no me consideréis un salvaje), con cada nuevo invento que presentaban aumentaba mi interés. Hasta el punto de que acabé contagiado del entusiasmo del presentador y los inventores. Incluso, llevado por un arrebato épico, llegué a ponerme de pie sobre el sofá y arrastrado por la pasión canté el God Save the Queen, Barras y Estrellas, la Marsellesa e incluso tararee la Marcha Real.

Después de un tiempo, más calmado y casi afónico, preocupado por la impresión que mi frenesí podría haber causado en mis vecinos, quienes seguramente estarían escondidos en algún rincón preguntándose qué tipo de chalado vivía en el piso de al lado, caí en la depresión. ¡Mierda! pensé. Este país no fabrica aviones, los tanques son alquilados y los misiles de largo alcance ni mentarlos. No formamos parte de ese selecto grupo de naciones que diseñan, venden y compran armas capaces de arrasar una ciudad en unos pocos segundos y llevarse por delante a varios millones de personas.

Me sentí muy decepcionado y buscando consuelo me dirigí al moderno oráculo de google. Después de un rato leyendo, sin llegar a haberme recuperado de mi decepción, sí al menos quedé algo más tranquilo. Nuestro país no era gran cosa en lo relativo a armas sofisticadas, pero nuestro esfuerzo, siendo humilde, no dejaba de ser fundamental para la guerra. Producíamos balas, granadas y minas anti-persona, justo el tipo de equipamiento que se puede permitir cualquier guerrilla de desarrapados o cualquier gobierno empeñado en limpiezas étnicas. Nosotros, y otros como nosotros, éramos los verdaderos protagonistas de todas las guerras donde se matan los pobres. Gracias a nosotros, miles de niños crecerán sin alguna de sus piernas o brazos. Gracias a nuestras balas, gobiernos corruptos y miserables exterminaban sin compasión a quien se interponía en sus planes. Joder, que relajado me quedé cuando supe que mi país también tenía un papel, y no menor, en la carnicería.

Decidí encender un cigarro, como en las películas después de un buen polvo. Entonces reparé en que esa tarde esperaba visita y opté por apagarlo, no quería que el humo de mi cigarro pudiera causarle tos a nadie. Mi altruista, desinteresada y solidaria conducta incrementó la buena opinión que por lo general tengo de mí mismo. Y esa noche dormí en paz, como un niño que conserva todas sus extremidades y desconoce la guerra.

domingo, 13 de septiembre de 2009

Paisaje después de una batalla

Una multitud de niños bien, hijos de buenas familias, muchos posibles, y vecinos de una de las zonas más exclusivas de Madrid, decidieron tomar la calle. Animados por el alcohol y envalentonados por sus compañeros se lanzaron a la siempre incierta aventura de enfrentarse a la policía. Y a falta de palacio de invierno, la estación no acompañaba, optaron por tratar de asaltar una comisaría, lo cual quizá sea indicador de su alto grado de entusiasmo etílico pero también de una total falta de inteligencia.

Finalmente veinte jóvenes fueron detenidos, lo que demuestra que tal vez el alcohol espese la cabeza pero a la hora de correr pone alas en los pies, o simplemente que los anti-disturbios y municipales no se emplearon a fondo con unos niños cuyos padres forman parte de la élite económica de este país o eso nos cuentan. La cuestión es que todo el alboroto tenía su origen en una cuestión de importancia vital para cualquier adolescente que se precie, exigían un lugar donde poder beber, sin ser molestados, hasta caer redondos.

Hace unos días un juez dictó sentencia: Esos veinte jóvenes no podrán salir de fiesta durante tres meses. Estarán sometidos a vigilancia y deberán estar en sus casas antes de las diez de la noche. En resumidas cuentas, el Sr. Juez se limitó a hacer lo que cualquier padre, de los de hace treinta años, hubiera hecho sin necesidad de estudiar derecho y resolviendo cualquier protesta o recurso con un par de hostias bien dadas, eso sí, con todo el dolor de su alma.

Realmente algo no acaba de funcionar bien, no solo cuando los jueces se convierten en el último recurso educativo, sino también cuando los padres, desautorizados por los actos de sus hijos en su función educadora, en lugar de cerrar la boca y acatar la sentencia, apoyan las acciones de sus vástagos anunciando recursos cuyo final será que los niñatos nunca deban cumplir el castigo establecido. Quizá esta decisión responda a un genuino convencimiento de inocencia, pero también podría ser una postura egoísta, ya que esa sentencia no solo castiga a los menores, sino que también obligará a sus padres a controlarlos durante ese periodo y eso puede significar que muchos planes paternos deban de ser anulados.

Llevo días preguntándome cuál hubiera sido el balance y la interpretación, si esa batalla campal hubiera tenido lugar en alguno de los barrios golpeados por la crisis y sus protagonistas hubieran sido jóvenes sin apenas oportunidades y unos padres, que en el mejor de los casos, solo conocen al vigilante de la zona azul. Es fácil imaginarse los titulares y las largas sesiones de terapias televisivas, donde expertos y periodistas, especularían durante horas sobre las profundas raíces sociológicas y psicológicas y las tremendas consecuencias futuras. Alguno incluso hubiera llegado a comparar lo ocurrido con las protestas en los barrios marginales parisinos. Pero por suerte para todos nosotros y nuestra capacidad de análisis, los responsables no han sido jóvenes ignorantes y pobres, sino niños bien vestidos y educados en las mejores escuelas que el dinero puede pagar. Sin embargo, da igual quienes hayan sido sus protagonistas, el paisaje después de la batalla es igual de desconcertante y desolador.

lunes, 7 de septiembre de 2009

Fuga para un alma

Recuerdo un niño a quien la naturaleza le jugó una mala pasada. En su sabiduría o en una distracción, la biología decidió que en aquel cuerpo viviría atrapada una mujer. Pese a la insistencia de la partida de nacimiento y de sus genitales, aquel chaval no era un hombre, sino una mujer que en su camino hacia la vida se había desorientado, acabando en un cuerpo que no le pertenecía.

El tiempo trae la comprensión y esta casi siempre despierta la conciencia. Y los niños, da igual el lugar y la época, siempre fueron crueles con la diferencia, especialmente, cuando los maestros y educadores mostraban indolencia ante los excesos, cuando no abierta simpatía. Si una imagen tengo de la soledad y el aislamiento es la de aquel niño. Con el tiempo no le quedó más remedio que aprender a mantener la distancia de aquellos energúmenos siempre dispuestos a llamarlo nenaza o a escogerlo como blanco de sus bromas. Cada día que pasaba se hacía más invisible, hasta que finalmente desapareció por completo. Y quizá lo más trágico de esta historia es que nadie se interesó por su ausencia.

En algunas ocasiones me he preguntado qué pudo ser de aquel crío. La España tardo-franquista y pronto-democrática nunca fue excesivamente considerada con estas personas. Casi siempre las condenaba a la marginalidad, a vagar entre muchas de las miserias humanas, tratando de obtener el dinero suficiente para poder algún día conciliar su cuerpo con su alma.

Quiero pensar que los deseos son mucho más importantes que las palabras, y que aquel niño sobrevivió a sus antiguos compañeros de clase y a todos los demás animales que la vida fue poniendo en su camino, logrando finalmente cambiar su cuerpo. Pero buscar un final feliz a una narración es muy sencillo y en esos casos las palabras tienen la perversa cualidad de desvirtuar los hechos, ignorando el sufrimiento cotidiano que para un niño o un adulto puede suponer ser diferente.

Leí hace poco que alguien está valorando la posibilidad de que esas mujeres inconclusas cumplan sus penas en cárceles femeninas y creo que por una vez, sin que sirva de precedente, el sentido común debería ser más poderoso que una anotación en el registro civil o una definición en el DNI. Quizá alguien aún se ría cuando recuerde como puteó a una de aquellas “nenazas”, pero a mí esas historias ya no me hacen ninguna gracia. Si una cualidad comparten algunos niños y presos es su extremada crueldad. Y bastante jodida debe de ser la vida cuando tu cuerpo te resulta extraño, como para tener que repetir permanentemente la misma historia de desprecio y humillación y que la única fuga posible sea la locura o el suicidio.

martes, 1 de septiembre de 2009

Nefertiti

Una mujer lleva gastados más de doscientos mil euros en operaciones estéticas con el propósito de parecerse a Nefertiti, una reina egipcia que murió hace casi cuatro mil años. A esta mujer la pasión le viene de lejos, según sus propias palabras, desde niña tiene sueños que la transportan a lejanos tiempos y antiguos palacios, donde rodeada de lujo y sirvientes compartía su vida con Akenatón, el faraón “Hereje”.

Dicen los expertos que la belleza de esa reina era legendaria. Y esta afirmación se sostiene sobre dos ideas muy frágiles como referencia: la belleza y la leyenda. La belleza es un concepto muy mutable, si no basta con comparar a Las Tres Gracias de Rubens con alguna de esas modelos que solo necesitan ser puestas a contraluz para hacerles una radiografía. Y las leyendas tampoco son fuentes muy fiables. En el mejor de los casos, son una aproximación muy libre a unos acontecimientos que pudieron tener o no lugar hace cientos de años.

Cierto es que existen esculturas que la representan. Sin embargo también deberíamos tener en cuenta que desde siempre, reyes, reinas y familias reales han posado para artistas que generalmente los han interpretado de forma muy benévola, disimulando, las más de las veces, sus defectos físicos y de carácter. No todos los artistas se apellidaban Goya, ni todos los reyes eran unos pusilánimes como Carlos IV.

Así que una vez descartados modelos posibles de inspiración, solo nos quedan las inciertas fuentes oníricas. Y en este caso debemos felicitar a la protagonista, por recordar con tanto detalle sus sueños y que estos puedan guiar con precisión la mano de los cirujanos. Sinceramente, todos, incluso la protagonista, podemos sentirnos felices ¿alguien se imagina el resultado si esta buena mujer creyera con la misma pasión que es la reencarnación de una de Las Señoritas de Avignon? Además sería muy injusto considerar a esta mujer una desequilibrada o alguien que busca desesperadamente sus cinco minutos de fama recurriendo a una extravagante variación del experimento del Doctor Frankestein. Esta señora, en el peor de los casos, solo peca de un mal que nos afecta a muchos, el de la impaciencia. Si no tuviese tanta prisa podría lograr su objetivo con mucho menos sufrimiento y dinero. Bastaría con esperar a la muerte, ser embalsamada decentemente y después de mil o dos mil años posiblemente sería casi idéntica a Nefertiti, bueno a ella y a cien momias más.