martes, 31 de agosto de 2010

Crepúsculo de estío


Casi tres mil kilómetros más viejo, algunas líneas más sabio y otras tantas más idiota (de todo hay que leer) el domingo por la tarde me di cuenta de que el verano había finalizado. Esa tarde terminé de leer un libro y al llegar a la contraportada, fui consciente de que esa historia era de aquellas que tenía la virtud, no solo de poner fin a las estaciones, sino también de cerrar heridas y, de una manera u otra, acabar formando parte de esos cuatro o cinco libros que siempre recuerdas con el suficiente cariño como para no tratar de volver a leerlos. Algunas impresiones pueden ser muy frágiles y, a veces, no resisten el paso del tiempo. Debo reconocer que llegó muy bien recomendado aunque, al empezar a leerlo, me di cuenta de que era mejor dejarlo para más adelante. La delicadeza y ternura de sus personajes invitaban al enamoramiento y a esas reflexiones crepusculares tan impropias del verano. Así que decidí pasar a cuestiones más livianas y a lecturas más ligeras esperando que llegara el momento idóneo para leerlo. Éste llegó después de una de esas salidas en la que te prometes que, nada más llegar a casa, pondrás la moto en venta, regalarás dos cascos, un año de seguro y, si es necesario, pagaras al comprador para que se la quede. Así que en un ejercicio de estoicismo me paré un momento a descansar y reunir la paciencia necesaria para hacer los últimos cien kilómetros, y por supuesto, para que la sangre volviera a mi trasero.

Una vez rodeado por el silencio y en la penumbra (dos bienes muy poco apreciados), me di cuenta de que, detenerme en tierra de nadie, había sido una decisión afortunada. Como buen urbanita hace tiempo que perdí la costumbre de mirar el cielo nocturno, no tenemos costumbre de levantar la mirada del suelo. Allí me quedé absorto viendo esos miles de puntos brillantes. Imaginé, ya en plena crisis mística, las posibilidades que nos brindan las noches y cómo nos explican. Pensé en esas estrellas extinguidas hace millones de años pero cuyo brillo aún vemos y también en esas otras que permanecen ocultas porque su luz aún no nos ha alcanzado. Creo que si nos consideramos como una noche estrellada, nuestra vida se comprende mucho mejor. Pasados, como estrellas desaparecidas, que aún ejercen influencia en nosotros y cuanto más tiempo pasa su brillo es más exiguo hasta que finalmente desaparece. Oportunidades no reveladas y esos tiempos: pasados, presentes y futuros, rodeados de miles de decisiones, buenas y malas que al final, cuando las miras con calma, agradeces que estén ahí para recordarte que los aciertos y desaciertos brillan con la misma intensidad pero nunca sabes durante cuanto tiempo.

Finalmente llegué a casa, evidentemente no puse la moto en venta, me ha cogido cariño y no me siento capaz de romperle el corazón, aunque con gusto ese día le hubiera pateado el cárter. Al menos tenía claro que ya había llegado el momento de leer ese libro, así lo hice y el domingo pasado lo terminé. Esa noche me acosté con la sensación de que como el verano, un mundo, con sus luces y sombras se había extinguido, sentí algo de tristeza, pero también tuve la certeza absoluta de que una noche estrellada o una camelia, pueden cambiar el destino.

miércoles, 4 de agosto de 2010

Evangelina Sobredo Galanes (Cecilia) † dos de agosto de 1976

Lo sé, hoy es día cuatro, pero cada verano, con esto de las vacaciones, evito esta fecha (quizá algún día explique y me explique el porqué) y de este año no pasaba.