viernes, 29 de octubre de 2010

Solo son niñas

Algunas niñas pueden pintarse como mujeres, tratar de moverse como ellas, imitar sus conductas e incluso estar lo suficientemente desarrolladas para parecerlo. Pero no, pese a que pretendan demostrar y demostrarse lo contrario, continúan siendo unas crías. Da exactamente igual que un ejercicio literario con mucho estilo y sin zafiedad, las elevara al mito de “lolitas” o que algunos códigos penales parezcan haber sido redactados pensando en los intereses e instintos de pederastas y demás alimañas, pero pese a todo, solo son niñas. Cuando un anciano de setenta y cuatro años presume en un libro de haber mantenido relaciones sexuales con dos niñas de trece años, a las que califica de “zorrillas”, no somos testigos de un acto de provocación artística, ni de un intento de vender más de tres libros (no es precisamente un superventas), ni siquiera de las nostálgicas ensoñaciones de lo que antes se conocía como un viejo verde sino de algo mucho más repugnante, como es considerar a los niños simple mercancía y mantener relaciones sexuales con ellos tan solo una machada de la cual se puede presumir. Esa narración recoge lo más miserable de una realidad que desprecia a la mujer, reduciéndola a un simple objeto sexual, dejando en evidencia un machismo de la peor catadura, así como la hipocresía de unos hombres que por disponer de dinero o poder, reducen a una persona, independientemente de su edad, a un cuerpo con una sola función.

Este tipo con sus palabras alimenta una de las conductas más viles e infames a las que se puede exponer un ser humano, y si se ha atrevido a ir tan lejos es porque parece que algunos sectores sociales, por simples razones ideológicas, están dispuesto a perdonar los desmanes de voceros y confesores. Somos testigos de cómo, grupos “pro-vida” histéricamente radicalizados, amenazan e intimidan, con una retórica incendiaria, a médicos, enfermeras y mujeres que desean interrumpir su embarazo. Pero aún no hemos visto a ninguno de ellos montar el mismo escándalo en la Plaza de España de Roma, ni exigir a las puertas de ningún palacio episcopal el procesamiento de los sacerdotes acusados de pederastia. Esa parte de la sociedad que aún alumbra sus cavernas quemando libros, se remite a la literatura, a la creación artística, a las obras de ficción de verdaderos escritores, como Henry Miller o Gil de Biedma, para amparar a uno de sus pregoneros más barroco y servil. La literatura seguramente tiene, como ha dicho Esperanza Aguirre (quien seguramente es una gran lectora), actos absolutamente reprobables, pero casi todos son imaginados. Dashiell Hammett nunca necesitó matar a nadie para describir un asesinato, ni Goethe irse de copas con el diablo para escribir Fausto. Pero claro, estamos hablando de escritores, no de escribanos subvencionados y consentidos.

miércoles, 27 de octubre de 2010

En el principio era el Verbo

En el principio era el Verbo y el Verbo era en Dios, y el Verbo era Dios. Esto era en el principio,en Dios, y el monje fiel debería repetir cada día con salmodiante humildad ese acontecimiento inmutable cuya verdad es la única que puede afirmarse con certeza incontrovertible.

Umberto Eco. El nombre de la rosa.


La estrategia de criminalizar como fórmula para devaluar cualquier movimiento social que cuestione las directrices y consignas del neoliberalismo, se ha convertido en algo habitual. Los primeros en ser desdibujados por el expeditivo método de ser tachados de “violentos”, fueron los movimientos antiglobalización. Su coherente denuncia de los efectos perversos del un capitalismo salvaje a escala global, sin fronteras políticas ni jurídicas que lo contuvieran, las claras advertencias del desastre social, humano y ecológico, no solo fueron desatendidas, sino que sus miembros fueron criminalizados y sus reivindicaciones reducidas a explosiones de violencia incontrolada orquestadas por radicales o tipos que cobraban por serlo (la figura del revienta manifestaciones es tan antigua como las mismas manifestaciones). Fue irrelevante que las mentes más lúcidas de nuestro siglo suscribieran el rechazo a una globalización injusta, así como que la inspiraran intelectualmente. Al final las imágenes de los telediarios solo mostraban escaparates rotos, coches quemados y policías repartiendo palos (supongo que para disuadir a otros de sumarse a tan absurdo movimiento).

No tienen suficiente con ordenar a su capricho e interés las relaciones económicas del planeta, también exigen nuestro asentimiento, controlar nuestras reacciones, en definitiva, que aceptemos el saqueo sin rechistar. Se atreven a llamar violentos a quienes salen a la calle tratando de resistirse a las consignas del “Gran Hermano”: eficiencia, competitividad, mansedumbre. Hasta la palabra les molesta. Califican de violentos a los sindicalistas, de salvajes a los estudiantes, de poco realista a cualquiera que se atreva a cuestionar los postulados del nuevo mundo, ese lugar extraño e inhóspito dónde la medida de todas las cosas ya no es el hombre, sino el beneficio. Los que amartillan misiles, arrasan aldeas, torturan a prisioneros de guerra y aplauden el despido preventivo de miles de trabajadores solo para saciar la codicia de los accionistas. Ellos que destrozan vidas, destruyen familias y queman ilusiones tienen la desfachatez de acusar de violentos a quienes aún tienen el suficiente sentido común para protestar contra lo que a todas luces es un despropósito, un callejón sin salida en términos económicos y sociales.

No son solo días extraños, sino también salvajes. El feroz dinero consume a los hombres, los destructores de mundos y hacedores de infiernos no tienen suficiente con reducirnos a simples fichas de su inmenso juego de monopoli, quieren controlar las palabras y su significado. Saben que quien controla el verbo define el mundo, modela la realidad. Y si alguien pretende replegarse a los bosques para desde allí golpear rápido y duro, que se olvide. El Bosque de Sherwood, símbolo universal de la resistencia, de la lucha del débil contra el fuerte, refugio de proscritos y soñadores, será vendido. Son seres voraces, no tienen suficiente con apropiarse de nuestro futuro, de nuestras retinas, sino que también quieren dominar los bosques y colinas imaginarios, los espacios donde se gestan todas las rebeliones. Ahora volvamos a nuestros televisores y oigamos las palabras que todo siervo fiel deberá escuchar cada día con salmodiante humildad: "No le ocurre nada a su televisor. No intente ajustar la imagen. Ahora somos nosotros quienes controlamos la transmisión. Controlamos la horizontalidad y la verticalidad. Podemos abrumarle con miles de canales o hacer que una simple imagen alcance una claridad cristalina, y aún más. Podemos hacer que vea cualquier cosa que conciba nuestra imaginación”. Toda resistencia es fútil.

jueves, 21 de octubre de 2010

Prisioneros del anonimato

Treinta y tres hombres permanecieron atrapados en una mina durante casi setenta días. Si esos mineros no hubieran tenido familias, amigos y a todo un país empeñado en rescatarlos, su suerte hubiera sido muy diferente. Si su destino hubiera dependido de la empresa, la misma que los envió a trabajar a las profundidades de la tierra incumpliendo las normas de seguridad, el final sería otro. Ésta posiblemente se habría limitado a calcular el coste del rescate, asumir que le resultaba más rentable pagar indemnizaciones (eso si alguna vez llegaba a pagarlas) y a escarbar un poco la tierra para salvar las apariencias. Por suerte, a diferencia de otros accidentes que tienen lugar en la mina, en esta ocasión se transformó en un fenómeno mediático global que cambió el destino de treinta y tres hombres.

Si estos trabajadores fueron salvados por la preocupación de los familiares, la solidaridad ciudadana, la tecnología de la NASA, el oportunismo político o el interés mediático, es una cuestión que cada uno debe resolver por su cuenta, y esta conclusión inevitablemente dependerá de nuestra fe en la naturaleza de los seres humanos. La cuestión es que a diferencia de otras situaciones, los focos han convertido lo que fue un trágico accidente en un circo. No cabe duda de que la historia reúne todos los componentes para un buen guion: pasiones desatadas en la superficie y atrapadas en el subsuelo, una situación aparentemente insuperable, un gran despliegue de medios técnicos, unos hombres que han trabajado ininterrumpidamente para poder rescatarlos y lo más importante, un “happy end” que ha dado sentido a toda la historia. No pretendo menospreciar la preocupación, ni mucho menos el esfuerzo realizado para traerlos de nuevo a la superficie, pero elevarlos a los altares de la épica ya me parece pasarse de la raya.

Es cierto, estos hombres han sufrido una experiencia extraordinaria y a diferencia de otros miles de mineros (en China solo en el 2009 y en los yacimientos de carbón murieron 2600), han podido vivir para contarla. En el fondo y repito, sin menospreciar su padecimiento, son tipos afortunados, mucho más que los cientos de trabajadores que cada día pierden la vida en accidentes laborales y sobre los que casi nadie repara. Pocos periodistas ponen palabras que expliquen la ausencia ni sus causas, y nadie monta un carnaval mediático cuando un albañil cae de un andamio, un camionero se sale de la carretera o una máquina arranca la vida de su operador. Sobre estas muertes solo quedan estadísticas, datos prisioneros del anonimato. Y seguramente a las familias de estos trabajadores los héroes les traen sin cuidado, hubieran tenido suficiente con que sus seres queridos hubieran sido simples supervivientes.

jueves, 14 de octubre de 2010

La función debe continuar

Una avalancha de lodo rojo, lo suficientemente ácido para arrancar la piel a sus víctimas, inundó un área de cuarenta kilómetros cuadrados llegando a alcanzar el Danubio, un río del que beben veinte millones de personas. Seguramente la zona afectada tardará años en recuperarse, posiblemente en un plazo relativamente corto el paisaje recuperará un engañoso y peligroso aspecto de normalidad pero muchas de las sustancias tóxicas permanecerán en el suelo durante décadas. De forma discreta perjudicarán la salud de miles de personas mientras las autoridades, expertas en negar lo obvio, garantizarán que ese líquido inodoro, incoloro e insípido llamado agua, transformado ahora en un caldo espeso de invisibles metales pesados, no tendrá ningún efecto sobre la salud. Sostendrán que el polvo de la tierra contaminada, arrastrado por el viento, será inofensivo incluso cuando la evidencia demuestre que respirarlo equivalga a inspirar vidrio molido.

La lista de desastres ecológicos es larga: cuando no es un petrolero es una plataforma que se incendia, una presa que revienta tras acumular millones de litros de veneno o un reactor nuclear que se calienta lo suficiente como para fundir el acero. Tantas veces se ha repetido la escena que ya conocemos el resto de la historia, a fuerza de reiteración hemos logrado conocer de memoria los diálogos y las excusas habituales en este tipo de comedias, incluso adivinamos el final, lo cual no solo resta interés a la historia, sino que también desluce la magistral interpretación de sus personajes. Saber de antemano que los responsables vivirán impunes y felices, que nunca pagarán por sus delitos ni sus balances serán contaminados por la indeleble huella de multas millonarias, resta fuerza a la representación. Pero ya se sabe, llueva o truene, la función debe continuar y para el resto de los mortales, como dicen los actores entre bambalinas: mucha mierda.

miércoles, 6 de octubre de 2010

Deudas de guerra

El pasado uno de octubre Alemania terminó de pagar las reparaciones de guerra impuestas por el Tratado de Versalles en 1919. Los tataranietos de aquellos que lucharon y murieron en la Gran Guerra, como fue conocida en su época, finalmente han terminado de pagar las deudas, solo se han necesitado noventa y un años para que la factura quedara definitivamente liquidada. Millones de jóvenes, primero henchidos de proclamas patrióticas, después porque no les quedó más remedio, fueron conducidos sin ningún escrúpulo ni remordimiento a una enorme trituradora que solo se detuvo cuando ya no quedó carne con la que alimentarla.

Los mismos necios cuya incompetencia mató, mutiló y embruteció a toda una generación, en un gesto coherente con su ineptitud y miopía, acabaron firmando una paz que, a la postre, solo resultó ser una tregua de veinte años. Creo que el último hombre que combatió en la primera guerra mundial falleció en el 2009. Ninguno de los testigos sobrevivió a la carga económica del conflicto, no vivieron lo suficiente para ver cómo la deuda, manchada de sangre y barro, era saldada. Nuestras existencias son demasiado breves para pagar por todas nuestras equivocaciones y, éstas, no solo son persistentes, sino que, inevitablemente, alguien en el futuro tendrá que asumir nuestros errores. Y si el pasado es sencillo de olvidar, el futuro es otra cuestión, especialmente cuando adquiere la forma de un vientre abultado o la de un niño correteando por un pasillo.

Vivimos nuestro futuro como especie entre la complacencia y la indiferencia, cuando éste nos inquieta miramos en otra dirección y nuestra mirada siempre acaba con un encogimiento de hombros o mostrando una irresponsable e irreflexiva confianza en la tecnología. La misma confianza que debieron mostrar los estrategas de principios del siglo XX en unas tecnologías que creían que haría posible que, la guerra que se disponían a librar fuese, no solo breve, sino también la última. Lamentablemente las soluciones mágicas no existen, la Ciencia tiene sus límites y nuestro problema como especie no es una cuestión de maquinas, sino de actitud. Podemos arrasar nuestro planeta, convertirlo en un erial, arrancarle hasta el último gramo de su aliento y luego morirnos con la confianza de que las consecuencias serán para otros. Pero al menos tengamos la valentía de decirles a nuestros hijos, que si ellos y los hijos de sus hijos son condenados a una existencia miserable sobre una tierra yerma, no culpen a los dioses ni al destino, sino a quienes no hicieron nada por preservar su futuro.