Una mañana de esta semana al levantarme vi en el espejo un rostro que empezaba a transformarse, eran cambios sutiles, notaba el cabello algo más oscurecido y lacio. Mi piel parecía haber adquirido un tono más claro y mis ojos estaban entrecerrados. No quise darle más importancia, posiblemente eran figuraciones mías, así que decidí ignorarlas, al menos durante unas horas. Quizá más tarde, cuando el día hubiera avanzado un poco, una vez desaparecida la somnolencia, volvería a mirarme en un espejo y seguramente comprobaría que la impresión de la mañana solo había sido el resultado de una mala noche de sueño.
Ya en el tren, camino del trabajo, pude comprobar con cierta inquietud que no era el único que mostraba síntomas de haber iniciado un cambio y que incluso en algunas personas éste era mucho más intenso. Traté de tranquilizarme a mí mismo diciéndome que posiblemente estaba soñando, aunque la verdad, este sueño debía de ser una especie de superproducción onírica dirigida por Cecil B. Demille, por el gran número de extras que aparecían. Lo cierto es que dejé de pensar en el tema inmediatamente (divago con facilidad) y empecé a tratar de calcular cuál sería el consumo en calorías de un sueño que implicaba tal despliegue de medios (aún estoy pagando los excesos de las pasadas navidades, de ahí mi obsesión calórica). El día pasó rápidamente, por cobardía me mantuve alejado de los espejos. Fui relegando la comprobación, supongo que en mi inconsciente aún esperaba que sonase el despertador.
Al llegar a casa por la noche ya había reunido el valor suficiente para enfrentarme de nuevo con el espejo. Comprobé con espanto que lejos de desaparecer, el cambio se había acentuado, aquello era una metamorfosis en toda regla. Sin ni siquiera preguntarme por las causas que podían haberla provocado, un alimento en mal estado o el aire contaminado, me dejé llevar por la histeria. Ya me imaginaba a mi mismo convertido en un enorme insecto, atrapado en una habitación y rechazado por amigos y familiares. Durante unas horas me dejé llevar por el pánico, hasta que finalmente decidí consultar a un especialista, así que me conecté a internet y busqué en Google, indicando en el buscador los síntomas que mostraba. Inmediatamente me tranquilicé, no acabaría convertido en el enorme bicho que describe Kafka, continuaría siendo un ser humano.
Mi metamorfosis guardaba más relación con Darwin que con el escritor checo. Estaba evolucionando, mi cuerpo se estaba adaptando a los nuevos tiempos. Él solito, sin mi conocimiento, había iniciado el cambio siguiendo las recomendaciones del economista jefe del Banco Mundial, que aconsejaba a los españoles liberalizar su mercado de trabajo al estilo de los países asiáticos, es decir, trabajar más horas, con menos salarios y jubilándose más tarde. Tanto miedo y lo único que me pasaba era que me estaba transformando en un explotado y mal pagado trabajador chino. Estoy intranquilo por las consecuencias de la transformación, pero algo me dice que para cuando el cambio se haya operado completamente estaré demasiado hambriento y cansado como para preocuparme.