jueves, 29 de septiembre de 2011

Niñatos, recortes y otras sandeces

El otro día, un consejero de la comunidad gallega, gobernada por el PP, defendió los recortes universitarios, afirmando que se habían acabado los tiempos en los que un estudiante acababa la carrera en diez o quince años. Según él, el sistema universitario debía expulsar a los "vagos". Dando a entender que todos los problemas de nuestro sistema educativo están relacionados con ese estudiante que se matricula de forma reiterada, hasta que por puro aburrimiento y tras haber oído cien veces la misma lección, logra aprobar las asignaturas y obtener el título. Esta descripción de los hechos no deja de ser una mal intencionada caricatura, una anécdota elevada al rango de norma, con la voluntad de tergiversar los hechos y justificar los recortes.

Este comentario aporta más información sobre la persona que lo hizo que sobre los problemas reales de nuestras universidades. Es evidente que este político fue uno de esos privilegiados que tuvo la fortuna de dedicar todo su tiempo a estudiar; en su casa, posiblemente vivían con una holgura suficiente como para pagarle los estudios y mantenerlo mientras lo hacía. Claro que ese paradisíaco panorama no era la norma general, muchos estudiantes tuvimos que compaginar los estudios con el trabajo. Un buen amigo, solo por citar un ejemplo, se levantaba cada día a las seis de la mañana, y después de doce horas de trabajo salía pitando hacia la universidad a ver si llegaba a las últimas clases. Evidentemente no terminó la carrera en cinco años, en contraprestación nadie nunca le pudo reprochar nada. Se pagaba sus estudios, contribuía económicamente en casa y no recuerdo que repitiera ninguna asignatura. Sinceramente, mucha mala intención se debe tener para calificar a esta persona, y a otras miles como ella, de vagos. Es más, seguramente saben mucho más del esfuerzo que este político que ahora pontifica sobre él, mientras alaba el sacrificio, términos que probablemente solo conoce de oídas.

Esto es lo realmente lamentable, que esta gente, que en su puñetera vida ha conocido las estrecheces económicas, a quienes apellidos y relaciones han abierto muchas puertas, tengan, no ya el atrevimiento, sino la desfachatez de clasificar a otros ciudadanos como vagos solo porque no han tenido su regalada existencia. Y lamentablemente, esta no es una conducta aislada. Esa desconsideración hacia sus semejantes, hacia su situación e inteligencia, está siendo un recurso utilizado con mucha frecuencia por algunos políticos de la derecha. Este mes de agosto en Cataluña, la excusa de un supuesto fraude (que aún no se ha acreditado), sirvió para que miles de personas dejaran de percibir la PIRMI (renta mínima de inserción), una cantidad de la que dependían para comer y pagar recibos, como el de la electricidad o el gas. Y durante veinte días estas personas y sus hijos quedaron totalmente desprotegidos y a los que tomaron la decisión les dio exactamente lo mismo, y si no fue así, lo disimularon estupendamente.

Estas actitudes no solo revelan su ignorancia cuando se trata de necesidades, resultado de la inexperiencia, sino también su nula empatía respecto a los ciudadanos en general y en particular a los más desfavorecidos. Apelar a la existencia de vagos o al fraude para justificar los recortes, es un argumento simplón con el que algunos asienten complacidos y otros nos indignamos, especialmente cuando la esencia del discurso y de las acciones es ensañarse de palabra y de obra con los más indefensos. No voy a entrar a valorar la competencia profesional o intelectual de esos individuos, sus palabras solo permiten adivinar que antes fueron unos niñatos consentidos, acostumbrados al privilegio y que ahora, ya adultos, a esa condición le han sumado la de cínicos y cobardes.

jueves, 22 de septiembre de 2011

Chivos expiatorios

Seis científicos italianos serán procesados por no predecir el terremoto que sacudió L´Aquila en el año 2006 provocando la muerte de 308 personas. Es posible que considerar esta actuación judicial como un proceso inquisitorial sea excesivo y sin descartar esta posibilidad, quizá deberíamos estimar que esta causa es un intento de ofrecer a los familiares de las víctimas y a los damnificados unos chivos expiatorios que calmen los ánimos y eviten un juicio político a otras instancias de la administración italiana. No nos engañemos, echar unos cuantos cristianos a los leones o quemar a un puñado de judíos fue una técnica habitual entre reyes y emperadores cuando pasaban apuros y necesitaban calmar las pasiones de la plebe ofreciéndoles, si no una solución, sí al menos unos culpables.

Es ridículo someter a unos científicos a juicio sólo porque sus conocimientos son insuficientes para predecir un fenómeno natural, máxime cuando es aceptado que, hoy por hoy, este tipo de predicciones no son posibles. Qué hubiera ocurrido si disponiendo de datos, imprecisos, indirectos e incompletos hubieran dado la voz de alarma, cuántos de esos políticos, ciudadanos y expertos, los mismos que ahora exigen sus cabezas, se les hubieran echado encima tachándoles de alarmistas, alegando, menuda ironía, que su ciencia era inexacta.

Sin embargo, aprovechando la severidad que las autoridades judiciales muestran con el trabajo científico, podrían dedicar un tiempo a investigar a esos “científicos”, que desde sus cátedras pontificaron sobre unos modelos matemáticos que garantizaban la imposibilidad de que el capitalismo sufriera una nueva crisis, a los que durante años y contra toda evidencia, negaron el cambio climático, a los expertos de la OMS que anunciaban pandemias para que las farmacéuticas vendieran vacunas y retrovirales, o a los expertos que firman informes, financiados por multinacionales, negando los efectos nocivos sobre la salud de las microondas. Claro que tal vez, ciertos jueces y políticos consideran que una omisión por falta de recursos o conocimientos es motivo suficiente para abrir un proceso, mientras que por el contrario, supeditar una investigación científica y sus conclusiones a intereses espurios, no es razón suficiente para denunciar a nadie.

jueves, 15 de septiembre de 2011

Símbolos

“Oraciones en el Delta, oraciones en las sierras, oraciones en los búnkers de los infantes de marina en la “frontera” frente a la zona desmilitarizada y por cada oración una contraoración… Resultaba difícil ver quién llevaba ventaja”.

Michael Herr. Despachos de Guerra.


Transcurrida una década desde los ataques a las Torres Gemelas el mundo no es un lugar más seguro, pese a la eliminación de Bin Laden o la debilitación de Al Qaeda, los equilibrios y conflictos, perfectos indicadores de los resentimientos y desigualdades que alimentan ideológicamente el terrorismo se han intensificado. Sin embargo, esto no significa que los objetivos no se hayan cumplido. La administración Bush nunca, pese a los encendidos discursos, persiguió la paz, sino el recuperar una preeminencia política global e imponer una revolución conservadora, iniciada con Ronald Reagan, cuyo eje básico era dividir el mundo entre buenos y malos. Armados con esta simplicidad ideológica, que resultaría ridícula si sus consecuencias no hubieran sido tan trágicas, se lanzaron a reconquistar el planeta y lo hicieron como lo hace cualquier imperio en decadencia que conserva intacta su naturaleza depredadora, enviando unos cientos de miles de soldados a triturar a cualquiera que, por su color, religión o ideas políticas, hubiera tenido la desgracia de estar en el lado “equivocado” de la fe, de la ideología o de la vida.

El pasado once de septiembre EEUU conmemoró el décimo aniversario del atentado, recordando, con la habitual y comprensible emoción, a las víctimas del ataque. Las lágrimas, las oraciones, las banderas a media asta o inclinadas, rindiendo tributo a los difuntos, impedían ver el alcance de la matanza, el número de cuerpos amontonados a los pies de la memoria de los casi tres mil seres humanos asesinados aquel día. En su nombre, directa o indirectamente, más de setecientas mil personas, incluidos setenta y tres mil soldados estadounidenses, han muerto. Eso viene a ser casi unas doscientas cincuenta personas por cada víctima de los atentados; debemos reconocer que como venganza no está nada mal, aunque pese a las resoluciones de la ONU y la comedia jurídica con la que se revistieron las operaciones militares, éstas siguen apestando a linchamiento colectivo.

Ese día fue una jornada de duelo y de luto, de repaso constante de unas imágenes que se han convertido en iconos del inicio del siglo XXI. En el símbolo de la maldad humana, sin embargo, este poder de los símbolos no es despreciado por ninguna de las partes en conflicto. Dicen algunos historiadores que el ataque de la embajada estadounidense en Saigon, durante la ofensiva del Tet, marcó un punto de inflexión en la guerra de Vietnam. Que Estados Unidos, pese a su victoria, puso en evidencia que todo el esfuerzo militar previo había sido inútil y que la guerra estaba perdida. Seguramente, los líderes talibanes conocen la historia de sus enemigos y como ellos recurrieron a los símbolos atacando la embajada de los Estados Unidos en Kabul. Conmemoraron a su manera, los atentados del once de septiembre, recordando a la nación más poderosa de la Tierra que la historia tiene tendencia a repetirse y que los errores son casi siempre los mismos.

viernes, 9 de septiembre de 2011

Un buen acuerdo


Debemos reconocer que ninguna convivencia es sencilla; sin embargo, este verano, para mi sorpresa, he sido capaz de mantener una relación distante pero cordial con otro ser vivo. Seguramente será efímera, aunque debo reconocer que, pese a su inevitable naturaleza pasajera, la separación me llenará de pesar. Solo espero ser capaz de sobrellevarla con resignación y entereza y no dejarme llevar por la nostalgia cuando la compañía de estos dos meses de verano desaparezca. Así es la vida, un constante trasiego de personas y experiencias, pocas de las cuales nos dejan un recuerdo intenso o tienen la capacidad de cambiar nuestra percepción y forma de relacionarnos con el mundo.


Esta historia, como muchas otras, empezó de forma accidental una calurosa tarde del mes de julio. Estaba tumbado tratando de encontrar la inspiración necesaria para dormir la siesta cuando percibí por el rabillo del ojo un movimiento. No le di más importancia, pero cuando un poco más tarde se repitió, por simple curiosidad, sí, la que mata al gato, tuve la necesidad de comprobar el origen del misterioso y furtivo movimiento. Debo reconocer que no fue amor a primera vista; de hecho, di un salto que hubiera sido la envidia de cualquier atleta que compitiera en salto de longitud. Estaba claro, nada de entrenamiento ni de esfuerzo, para batir tu propia marca no hay nada mejor que tropezarte con una araña del tamaño de un caniche.

Quiero aclarar que mi primera reacción y posteriores acciones no fueron resultado del miedo, eso dejémoslo claro desde este momento, sino más bien consecuencia de una impresión repentina y persistente. Una vez establecida una prudente distancia con el bicho, valoré la posibilidad de ir a buscar un trapo para atacar a la araña en una lícita y justificada acción de defensa territorial. Sin embargo, como soy una persona que conoce muy bien sus límites, analicé la situación con más detenimiento y pensé: “ A ver chaval, ¿a dónde vas con un trapito, acaso sabes torear?, porque como le pases al bicho el trapo por las narices o te embiste o lo que es aún peor te lo quita de las manos y se hace un delantal”. Así que, reevaluando la situación y teniendo como únicas alternativas posibles montar un encierro sin toreros o hacer el ridículo, decidí iniciar una retirada estratégica, para valorar con calma otras posibles alternativas.

El insecticida quedó inmediatamente descartado, realmente no sé porque la gente se gasta tanto dinero en drogas, a mí me basta con rociar el comedor con él para acabar pegado a la pared conversando con los mosquitos que pretendía eliminar, además, siempre he condenado la guerra química. Otra opción que valoré fue llamar a un amigo para que me enviase a su hijo de cuatro años. Este crío es un tipo extraño, le dan miedo los saltamontes, pero en cambio a las arañas, independientemente de su tamaño, se las come con patatas fritas. Claro que eso suponía hacer también el ridículo, por lo que decidí tomarme más tiempo para continuar examinando la situación y encontrarle una salida.

Después de varias horas reflexionando encontré las preguntas adecuadas para resolver la cuestión. Me pregunté: “¿A ti te molesta el bicho? Vale es grande, ¿pero realmente te molesta?. Parece tímida, no te mira con el deseo del hambriento, además es verano y hay mosquitos y otros insectos, que los días que sopla el viento convierten el comedor en una feria y lo mismo la presencia de una araña les disuade de aprovechar con tanto descaro mi manifiesta alergia a los insecticidas. Y concluí “para qué combatir cuando podemos convivir”. Así lo hice. Este verano no me ha picado ni un solo mosquito y los saltamontes, libélulas y escarabajos parecen que han cambiado su destino turístico. De acuerdo, no es una relación habitual y seguramente algo extraña, creo que las llaman simbiótica, aún así creo que la echaré mucho de menos cuando llegue el invierno porque he aprendido algo esencial: casi siempre cooperar es mejor que competir. A ver si algunos toman nota de la experiencia.

sábado, 3 de septiembre de 2011

Frankenstein o el moderno Experimentador


Escarbar en el pasado, individual y colectivo, a veces es un ejercicio necesario, aunque no siempre agradable. Los años treinta fueron una década turbulenta, que finalizó con el estallido de una de las peores guerras que la humanidad ha conocido, no sólo por su extensión geográfica o por la cantidad de víctimas que provocó, sino también porque teorías y prácticas, previamente desarrolladas, fueron ejecutadas a una dimensión y escala global. Los experimentos médicos realizados, utilizando como cobayas a seres humanos, no surgieron de la nada, no fueron la obra de un iluminado o de un grupo de desquiciados, que de la noche a la mañana decidieron utilizar a otros seres humanos como sujetos de laboratorio, sino que se sustentaba en unas ideologías y prácticas previas que allanaron el terreno para que naciones como Alemania o Japón no encontraran demasiadas dificultades morales a la hora de ponerlas en práctica.

Las leyes eugenésicas, los experimentos del Doctor Mengele, del escuadrón 731 o los experimentos de Vallejo-Nájera en nuestro país son sólo expresiones de una vileza moral que asociamos a regímenes totalitarios. Olvidamos que la democracia no es garantía de pulcritud, máxime cuando algunas personas, por motivos de raza o religión, son consideradas ciudadanos de segunda. La muerte de ochenta y cuatro campesinos guatemaltecos evidencia que la experimentación con seres humanos no era una práctica propia de tiempos extraordinarios o circunstancias excepcionales, sino algo más frecuente, consentido por estados, independientemente de su organización política. El Experimento Tuskegee perseguía los mismos objetivos que al que fueron sometidos cientos de campesinos guatemaltecos; sin embargo, en este caso, los sujetos fueron ciudadanos estadounidenses de origen afroamericano. Difícilmente sería posible refutar el componente racista e ideológico de estos experimentos y el absoluto desprecio por la salud y la vida de estas personas.

Más tarde, al finalizar la Segunda Guerra Mundial, esta vez en nombre de la Paz, miles de soldados y marineros norteamericanos fueron expuestos, sin su conocimiento, ni su consentimiento, a altas dosis de radiación (Crossroads). Estos experimentos, excluyendo los realizados por los nazis, eran posibles gracias a la confianza, a la ignorancia, a la buena fe y al engaño. Lo sencillo sería considerar que esas conductas son cosa del pasado, de tiempos más canallas que los actuales, aunque es lícito cuestionarse si lo único que ha cambiado han sido las formas. Los hechos demuestran que aún se experimenta con seres humanos, que los estados engañan a sus ciudadanos, es indiferente que sea para inocularles la bacteria de la sífilis o para arrebatarle sus derechos.

Continuamos en manos de gente dispuesta a utilizar a sus semejantes como ratas de laboratorio bajo la excusa de obtener un bien mayor. Unos siguen en medicina, experimentando con niños en África o la India, otros en cambio prefieren las ciencias sociales y se han embarcado en un gran experimento: cambiar el modelo social europeo de forma acelerada, acabar rápidamente con el gran pacto Keynesiano de la posguerra, sin tomar en consideración el sufrimiento que están causando. O quizá si lo sepan y el fin del experimento sea determinar el nivel de presión que los ciudadanos pueden soportar sin llegar a estallar. Deberían releer Frankenstein para recordar que en ocasiones la creación acaba devorando al creador.