miércoles, 27 de marzo de 2013

Chipre, capital Stalingrado


Stalin definió en una ocasión a Hitler como un apostador que no sabía cuando debía parar. Lamentablemente esta definición puede ser trasladada a nuestros tiempos y aplicada a los miembros de la Troika, adalides de tahúres y especuladores, atados a sus recetas incluso cuando los hechos demuestran su ineficacia, en lugar de retirarse y reducir sus pérdidas, suben las apuestas. Claro que esa es una de las ventajas que tiene jugar cuando el dinero no te pertenece. En Chipre pretendieron dar un nuevo salto cualitativo y cuantitativo, exigiendo no solo los clásicos sacrificios (reducciones salariales, recortes sociales, incremento de impuestos indirectos), sino también echar mano a una parte de los ahorros de los ciudadanos para salvar un sistema colapsado por las descontroladas prácticas de unos bancos acostumbrados a la cómoda impunidad de no asumir nunca responsabilidades.



La medida es tan absurda y estúpida que no queda más remedio que pensar mal, máxime cuando las autoridades de Bruselas han afirmado, tras desmentidos y ratificaciones, que ese será el modelo a aplicar en futuros rescates. En resumidas cuentas, advierten a los grandes capitales que se alejen de los centros de riesgo, es decir, las naciones del sur de Europa y ¿ qué mejor lugar para depositarlos que los bancos alemanes o paraísos fiscales, donde estarán seguros y a salvo de cualquier expolio? Así que una irresponsabilidad, justificada con balbuceos y argumentos que tan solo convencerían a un niño (y solo si estuviera dormido), se traduce en una operación de descapitalización de los países en dificultades.



Por supuesto es evidente que quienes se enriquecieron con la crisis financiera deben contribuir a resolverla, pero esta no es la manera. Si realmente tuvieran interés en moderar el desmadre del sector recurrirían a algún tipo de tasa sobre las operaciones financieras (Tobin), pero esta no es su intención. La poderosa Alemania, guiada por los “austericidas” no tiene suficiente con saquear la existencia de los europeos con sus recetas, ni desposeerla de su capital humano, ahora quiere el dinero de los grandes ahorradores y si de paso consigue que la pequeña Chipre tenga que vender los derechos de explotación de sus reservas de gas, mucho mejor, así ya no dependerán tanto en términos energéticos, del siempre inseguro y caprichoso proveedor ruso. Y si en el camino se desintegra Europa, eso no parece preocuparles. Demasiado seguros se sienten estos alemanes, tanto como Hitler cuando invadió la URSS en 1941. Ya veremos si somos testigos de cómo su arrogancia se estrella en otro Stalingrado, esta vez económico.

viernes, 8 de marzo de 2013

Ilusiones


Algunos parecen sorprendidos por la rapidez en la que puede cambiar un país en apenas tres años. La España que parecía estar en condiciones de hacerse un hueco entre los ocho grandes, se ha desvanecido rápidamente. La misma que hace unos años fuera el dorado de inversionistas ingleses y alemanes, parece condenada a retornar a las panderetas y peinetas. Incluso algunos están empeñados en intimidarnos, y una vez agotados los recursos para convencernos por la buenas de aceptar el difuso golpe de estado financiero, están despertando el viejo y clásico temor, a cuenta de la soberanía de Cataluña, al golpe militar, implicando a generales, que perplejos por las imputaciones, tienen que aclarar sus palabras.

Es cierto, la situación es complicada, pero como nuestro reciente optimismo, el catastrofismo solo es una excusa para justificar, por la vía de urgencia, un cambio en el modelo social antes de que los ciudadanos europeos, especialmente los del sur, puedan articular una respuesta al desmadre perpetrado por los intereses financieros, con la activa complicidad de la comisión europea y los gobiernos. Lo que se inició como una crisis financiera, convertida hábilmente en crisis de deuda pública, se está transformando en una crisis política y social. Y en esta rápida sucesión de acontecimientos existe un elemento fundamental que ha sido menospreciado, y es el hastío previo de la ciudadanía, hacia un sistema que mostraba algunas contradicciones solo disimuladas por la aparente prosperidad económica fruto de la burbuja inmobiliaria. Y cuanto utilizo el término aparente es porque en términos reales la burbuja aportó bien poco al país y sus gentes. Ya en aquellos tiempos de “bonanza” la pobreza en nuestro país se acercaba al veinte por ciento de la población. Una cifra que demuestra que ese “crecimiento” no sirvió para mejorar las condiciones de vida de la población, sino más bien para todo lo contrario, ya que puso las bases para que una vez el saqueo se hubiera consumado, el número de personas en riesgo de exclusión social y de pobreza se ampliara como consecuencia del desempleo, el endeudamiento de las familias y las políticas de recorte social.

Bien es cierto que fue fácil creer en el discurso oficial de que “España iba bien”, y quien hizo esa afirmación no mentía, tan solo obvió mencionar el pequeño detalle de a quién realmente le iba bien. Claro que la realidad siempre acaba desmintiendo los optimismos oficiales, aunque esto evidentemente no resta sufrimiento a quien lo está perdiendo todo. Sin embargo el cansancio se ha materializado rápidamente para sorpresa de expertos y optimistas de jubilaciones doradas. Al sistema surgido de la Transición, incluido el modelo de partidos políticos, se le rompen las costuras. La corrupción y la falta de respuestas que satisfagan las aspiraciones ciudadanas está generando un profundo divorcio que presenta un preocupante rasgo, ninguno de los implicados quiere darse por enterado, actuando como si esto solo fuera una tormenta pasajera que acabará por remitir, dejando las cosas tal como estaban.

Pero esta pretensión es tan solo otra ilusión, la brecha es demasiado profunda como para que una vez la situación económica se estabilice todo quede igual. Tan cierto como es que los neoliberales aprovecharon la crisis para tratar de cambiar el modelo de relaciones sociales, lo es que una parte importante de la población demanda un profundo cambio político que sea realmente representativo y transparente. Un sistema en el que la corrupción solo sea un residuo, no como hasta ahora que parece ser la grasa que mueve los engranajes del sistema. Quien quiera pensar que todo lo que está ocurriendo es una etapa sin consecuencias futuras, puede seguir soñando, en su pretensión de ignorar que nos encontramos en un proceso profundo de cambio y que nada será igual cuando finalice. La cuestión es quién ganará, si los intereses financieros y sus partidos vasallos o las legítimas reivindicaciones ciudadanas. Esto aún está por ver.