viernes, 21 de septiembre de 2012

¿Dónde vas...triste de ti?


Pasado los cuarenta hay dos cosas con las que me resulta complicado convivir, una es con los consejos que no he pedido, y la otra es con aquellos que se permiten el lujo de poner límites a nuestros sueños. De los primeros poco hay que decir, normalmente son personas con insuficiencia cultural y cuyo máximo pensamiento abstracto es decidir con que mano se van a rascar los huevos. Esta gente por algún motivo piensa que su posición los eleva a los altares de la sabiduría, considerándose con la suficiente autoridad como para dar consejos, algo que resulta bastante cargante, especialmente cuando nadie les ha pedido su opinión. 

Ahora bien, estos tipos, residuos de la sociedad de la banalización, son salpullidos cotidianos con los que debemos lidiar. Al fin y al cabo, realizan una importante función social, la de recordarnos que la ignorancia nunca es muda y sí muy atrevida. Pero otra cuestión muy diferente son aquellos que no solo se atreven a aconsejarnos, sino también a decirnos cuáles son las ilusiones o los sueños adecuados, apelando al realismo. Un realismo definido por sus intereses y pontificado desde la nube de algodón en la que viven. En este último caso a veces, quienes nos quieren llevar por el buen camino en los sueños y en la vigilia, son individuos que lo hacen revestidos de una autoridad resultado de un hecho, tan poco meritorio como haber sido un embrión en el útero adecuado. Más allá de otras consideraciones, uno es príncipe heredero y más tarde rey, no porque sea el mejor, ni el más listo (normalmente), ni siquiera el más capacitado, sino tan solo por ese absurdo y trasnochado concepto del derecho de nacimiento. 

Ese derecho de nacimiento, salvo por el propio interesado, no debe de ser compartido por demasiados ciudadanos.No obstante la mayoría nos resignamos mientras se limita a realizar el papel que le asigna la Constitución, pero cuando ya se pone en plan padrecito, saltándose sus atribuciones constitucionales al hacer discursos de naturaleza política, uno empieza no solo a cuestionarse porqué sus impuestos tienen que sostener una institución con la que solo comulga por imperativo legal, sino que también es lícito preguntarse dónde estaban sus palabras cuando España se implicó en una guerra ilegal. Porqué entonces no dio un discurso condenando la agresión militar y rechazando la aventura equinoccial del Lope de Aguirre que presidía el gobierno en aquellos tiempos. ¿Dónde están sus palabras de compromiso, más allá de los inevitables gestos de cara a la galería, con quienes pasan dificultades? ¿Dónde está su firmeza cuando se trata de proteger el bienestar, la salud y la educación de los ciudadanos (antes llamados súbditos) pero que aún deben rendirle pleitesía? 

Si sigue así posiblemente será rey pero no reinará. Con el tiempo sus palabras, como las de otro rey castellano, acabarán rebotando en las frías paredes del Escorial, el precio de tanta ausencia e indiferencia puede transmutar el “¿Dónde estás?”, por el “¿Dónde vas...triste de ti?”

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