miércoles, 28 de marzo de 2012

La guerra de los botones

Sabemos de toda una generación que vivió bajo la amenaza de una decisión que podría desatar el holocausto nuclear, sometida a los rigores de una guerra fría que en ocasiones se calentaba peligrosamente. Ayer, como fue el día del teatro y ya me conozco de memoria el papel del sujeto arrastrado por las circunstancias, quise experimentar con otras interpretaciones, y decidí meterme en la piel del apretador inmisericorde del botón del Juicio Final. Dediqué un tiempo a ponerme en situación, así que imaginé enormes divisiones soviéticas abriéndose paso hacia Berlín, (en cuestión de amenazas sigo anclado en el Siglo XX). Las tropas de la OTAN, incapaces de contener la marea roja, son desbordadas. Alemania se tambalea, Francia está que trina y amenaza con recurrir a su paraguas nuclear en el momento en que vea al primer tanque bolchevique atravesar sus fronteras. En ese punto de histerismo la ofensiva pierde fuerza, la OTAN aprovecha la ocasión para reorganizarse ofreciendo una resistencia más eficaz. Las divisiones soviéticas empiezan a dar síntomas de desgaste, sus líneas de aprovisionamiento se han alargado hasta el límite de sus posibilidades y los suministros no llegan con celeridad al frente de batalla.

Se suceden unos días de calma, los generales de ambos bandos evalúan la situación. Alguien en el Kremlin comienza a ponerse nervioso por la falta de resultados, a esas alturas ya se imaginaban observando los acantilados de Dover desde el lado francés del Canal de la Mancha. Empieza a abrirse camino la necesidad de un acuerdo, aunque un paso previo al mismo sería una demostración de fuerza, que evitaría posibles compensaciones económicas o concesiones políticas a los agredidos. Empieza a dibujarse la posibilidad de un ataque nuclear limitado. El objetivo, una ciudad mediana no demasiado importante, porque la respuesta buscará un objetivo de las mismas características y no es cuestión de quedarse sin capital del reino. Dicho y hecho, un misil se lleva por delante una ciudad de medio millón de habitantes. Ha llegado el momento de una respuesta devastadora, reciprocidad lo llamaremos por aquello de que los buenos siempre encuentran eufemismos para no llamar a las cosas por su nombre.

Cambia la escena, nos encontramos en un búnker subterráneo en algún lugar indeterminado. Estamos rodeados de uniformes y caras tensas. La decisión ya está tomada, todos los presentes son conscientes del hecho, solo falta un pequeño movimiento y otra ciudad será destruida. Aunque las víctimas no notarán la diferencia, la guerra real ha dado paso a la guerra de faroles. No se puede permitir que los malditos “ruskis” lleguen a la mesa de negociación en condiciones de ventaja, lamentablemente deben parecer igual de cabrones que el enemigo. El hombre, con gesto serio, a sabiendas de que puede estar siendo retratado por la historia, aprieta el botón, lo hace en silencio. Las palabras si sobrevive, son cosas del apuntador o ya las pensará más tarde cuando redacte sus memorias.

Mi dedo lentamente se acerca al botón y ¡vaya, no hay botón!. Tanta historia y algo tan absurdo como no tener un botón a mano me va a estropear la escena. Pienso cuál puedo utilizar; el mando del televisor descartado, el interruptor de la luz también, con las semanas de cortes y magulladuras que llevo es mejor dejar las maniobras orquestales en la oscuridad para cuando los signos sean más propicios. Otra opción es el botón del ascensor, eliminado inmediatamente, suficiente fama de rarito tengo entre mis vecinos como para que alguno me sorprenda con los ojos cerrados y en trance llamándolo. Finalmente encuentro la solución (lento pero con recursos), me acerco a uno de esos cacharros electrónicos fabricados en China por gente mal pagada y peor protegida. Cierro los ojos y mi dedo roza la superficie del aparato, oigo como se pone en funcionamiento. Hasta mí llega el eco de la lejana explosión que mató a varios trabajadores. No son cientos de miles, pero el escenario es pequeño y lo que realmente cuenta es que el rastro de sufrimiento llega con una claridad diáfana. No siento nada, tendré que pensar algunas palabras para cuando escriba mis memorias, algo se me ocurrirá para justificar mi incapacidad de renunciar a un objeto innecesario y prescindible construido sobre tanta explotación, no es cuestión de quedar como un miserable.

lunes, 19 de marzo de 2012

Rendición

La globalización ha sido la gran oportunidad para las grandes redes mafiosas, que poco a poco se han ido infiltrando en el tejido social, político y económico. Estas organizaciones, dedicadas al tráfico de personas, drogas y armas, han ido adquiriendo un poder que a estas alturas ya les permite declarar, de forma abierta, la guerra a los estados y en el caso de los más pequeños, como Guatemala, tienen muchas posibilidades de acabar derrotándolos. Estos grupos mafiosos, impulsados por una descarnada lógica económica, han decidido iniciar una guerra de conquista que les permita, al controlar todos los resortes de un estado, gestionar los recursos humanos para sus actividades ilegales, incluidos el tráfico y la explotación de seres humanos. Sin embargo ni su estrategia ni sus objetivos son una novedad, se limitan a seguir el ejemplo de la United Fruit Company o el de otras multinacionales que siempre estuvieron dispuestas a alimentar la violencia o a deponer gobiernos, con tal de preservar sus intereses.

Líderes políticos y sociales afirman que la guerra contra estos grupos mafiosos está perdida. Que la estrategia centrada en la prohibición y la represión del consumo, impulsada por los EEUU, ha sido un fracaso, manifestándose incapaz de poner fin al flujo Norte-Sur de armas y drogas. Posiblemente sea así porque este es un conflicto asimétrico. Los pequeños estados, desestructurados y empobrecidos, no tienen los suficientes recursos económicos para hacer frente a la amenaza, y los grandes estados, empeñados en políticas de reducción del gasto, están limitando su capacidad de acción frente a unos entramados que disponen de instrumentos jurídicos para eludir el control financiero y numerosos paraísos fiscales donde depositar sus beneficios. No tengo tampoco muy claro que la solución al problema sea la legalización del comercio de las llamadas “drogas duras”, entre otras razones porque cómo se organizaría su comercialización una vez legalizadas. Serían los estados quienes controlarían su venta, como ya hacen con el tabaco y el alcohol (asumiendo la existencia de contrabando) o en cambio serían las empresas privadas las encargadas de su producción, procesado y venta. En este último supuesto quién o qué impediría a las redes de tráfico ilegal reconvertir su estructura transformándose en empresas legales aunque igualmente lucrativas.

La cuestión no es sencilla pero una rendición abre otras posibles e inquietantes legalizaciones. Será esa la respuesta al problema. Si no somos capaces de evitar el tráfico de mujeres o niños, ¿nos limitaremos a legalizarlo? Evidentemente que de esta manera acabas con el problema jurídico, ahorrándote mucho dinero en policías, jueces y procesos. Claro, que el sufrimiento de la mujer obligada a prostituirse o del niño condenado a trabajar como un esclavo (en el mejor de los supuestos) no desaparecerá, pero las estadísticas criminales mejorarán de forma espectacular y ya sabemos que cuando son los números quienes rigen la vida de las personas y no su dignidad, cualquier escenario es posible.

domingo, 11 de marzo de 2012

Es país para viejos

Los jóvenes nunca han tenido las cosas fáciles. Sus únicos aliados siempre han sido el entusiasmo y la ilusión, ese sentimiento que permite al incierto futuro transformarse en un lugar que brindará las oportunidades negadas por un presente mezquino y a veces miserable. La huida en el tiempo, la fuga hacia delante, era la única escapatoria, el único refugio seguro a la decepción cotidiana, a las expectativas no satisfechas y por supuesto a la desilusión. Ahora a miles de nuestros jóvenes se les niega el derecho a soñar, se les advierte de que pese a sus esfuerzos, dedicación o preparación, deben resignarse a vivir como nómadas en el desierto de la certidumbre. Su futuro ha sido pactado. Gentes lejanas, irresponsables cegados por la codicia o que en el mejor de los casos observan la realidad a través de una lente que la distorsiona, pretenden condenarlos a languidecer en la precariedad y a cambio exigen el silencio, la sumisa aceptación del siervo o la resignación del esclavo.

Podríamos citar la Historia para evidenciar el error de esta gente, de estos tecnócratas envilecidos por su arrogancia, que pulverizan la vida de millones de personas apelando a los resultados obtenidos de una calculadora trucada. Podríamos mencionar las consecuencias del miedo, del desempleo y la desesperación, de los monstruos que alimentan su darwinismo social, pero les da igual, como especuladores que son se han acostumbrado a operar a corto plazo, a obtener beneficios rápidos sin preocuparse por las consecuencias. Llevan años viviendo como saqueadores que se desplazan por la economía y las vidas ajenas arrasando todo lo que encuentran a su paso. Quizá no sepan nada de historia, pero de algo estoy seguro que sí saben, y es de cazar, de acosar a sus víctimas hasta la extenuación. Cualquiera sabe que una presa herida o acorralada siempre se revuelve, que arrinconarla puede tener consecuencias imprevistas. Confían demasiado en las cargas policiales, en sus medios de comunicación empeñados en reducir la rebelión pacífica a simples actos vandálicos, ridiculizando sus reivindicaciones y exaltando a grupos de extrema derecha para que incluyan a los estudiantes en su larga lista de enemigos.

Todos sus instrumentos, y son muchos, no servirán de nada. Cuando limiten el derecho de manifestación o impidan su libre ejercicio, solo lograrán incrementar la tensión, aumentar la presión. Incluso la estrategia de abrir las puertas y dejar que miles de nuestros jóvenes emigren a países que sí sabrán aprovechar su formación, pagada por todos pero obtenida con su esfuerzo, se revelará como un alivio momentáneo que no impedirá el resentimiento de quien ve a sus amigos o hijos obligados a abandonar su país. Su incompetencia, su empecinamiento ideológico que roza el fanatismo, dejará nuestra tierra yerma, con una desangelada y absoluta certeza de futuro, la única que puede tener un país para viejos.

jueves, 8 de marzo de 2012

Un corte de inspiración

Llevaba varios días tratando de escribir una entrada y ésta se resistía. Finalmente, desesperado, el lunes por la noche me rendí y me fui a cenar, sin sospechar, que en uno de esos giros del destino, iba a pasar parte de la noche en la sala de urgencias de un hospital, con un corte en la mano y maldiciendo a una puñetera lata en la que pone “abre fácil”, cuando lo que realmente debería decir es “corta fácil”. En resumen, después de comprobar que el corte no se iba a solucionar con una tirita, decidí envolver la mano en una toalla y dirigirme a urgencias, esperando que alguien pusiera remedio al destrozo o como mínimo unos puntos de sutura. Llegué al hospital, me pidieron mis datos, me preguntarón la razón de mi presencia allí (la mano envuelta en una toalla manchada de sangre no fue pista suficiente) y lo de siempre: “Espere a que le llamen”. Muy disciplinado, me senté en un rincón a la espera que el médico clasificador me visitara. La hora que tardó en avisarme la dediqué a observar al resto de pacientes, desde el pobre crío al que cada dos minutos tenía que llevarlo su madre al baño, hasta la adolescente con un “terrible” dolor de cabeza y que se notaba a la legua que solo perseguía un justificante médico para librarse de la clase de gimnasia o de un examen. Sin olvidarme de la familia al completo (padre y dos hijos), que acudió acompañando a la madre, que presentaba un cuadro de gripe y a la que seguramente le iba mejor acudir a urgencias que ir al medico de cabecera.

Como decía, una hora más tarde la doctora clasificadora me atendió. Tras hacerme las preguntas de rigor, si tenía alguna enfermedad infecciosa, si consumía algún tipo de drogas, si era alérgico a algún medicamento o si era soltero (esta última es mentira), me devolvió a la sala de espera con la mano vendada y ordenándome que mantuviera el brazo en alto (como si en una hora no hubiera habido tiempo suficiente para desangrarme). Disciplinadamente le hice caso, al menos durante diez minutos y luego en una distracción lo baje, justo en ese momento la doctora asomaba la cabeza llamando a otra paciente y mirándome sonriendo alzó el brazo. Tenía sueño, estaba cansado y en ese momento pensé: “Vaya, una doctora roja”. Hasta que reparé que era innecesario que levantara mi puño y dijera “¡Salud compañera!”

En esta postura, algo ridícula, continúe observando al resto de pacientes. Llegó el turno de la adolescente “Scarlett O'Hara juro por Dios que nunca volveré a hacer un examen”. Su regreso me llenó de optimismo, solo le faltaba bailar tras ser atendida. Pensé: “Qué suerte he tenido, si me atiende el mismo doctor, esta noche la mano como nueva”. En el intervalo de tiempo entre el etiquetado y la atención, entraron tres pacientes más. Uno era un joven con un dedo en tal estado que me prometí nada más llegar a casa besar a la lata por haber sido tan considerada conmigo. Los otros eran un pobre anciano en silla de ruedas al que se le salía el catéter y un niño con una tos terrible que diez minutos más tarde se estaba pegando unas carreras por la sala que me hacían temer que acabaría en trauma (como corría el cabrón), eso sí, de la tos ni rastro. Finalmente me tocó el turno de ser atendido, pero el resto os lo cuento en otra entrada, que tengo que ir a prepararme la cena. Quiero estrenar los cubiertos de plástico y los guantes de Kevlar que he comprado.