jueves, 8 de marzo de 2012

Un corte de inspiración

Llevaba varios días tratando de escribir una entrada y ésta se resistía. Finalmente, desesperado, el lunes por la noche me rendí y me fui a cenar, sin sospechar, que en uno de esos giros del destino, iba a pasar parte de la noche en la sala de urgencias de un hospital, con un corte en la mano y maldiciendo a una puñetera lata en la que pone “abre fácil”, cuando lo que realmente debería decir es “corta fácil”. En resumen, después de comprobar que el corte no se iba a solucionar con una tirita, decidí envolver la mano en una toalla y dirigirme a urgencias, esperando que alguien pusiera remedio al destrozo o como mínimo unos puntos de sutura. Llegué al hospital, me pidieron mis datos, me preguntarón la razón de mi presencia allí (la mano envuelta en una toalla manchada de sangre no fue pista suficiente) y lo de siempre: “Espere a que le llamen”. Muy disciplinado, me senté en un rincón a la espera que el médico clasificador me visitara. La hora que tardó en avisarme la dediqué a observar al resto de pacientes, desde el pobre crío al que cada dos minutos tenía que llevarlo su madre al baño, hasta la adolescente con un “terrible” dolor de cabeza y que se notaba a la legua que solo perseguía un justificante médico para librarse de la clase de gimnasia o de un examen. Sin olvidarme de la familia al completo (padre y dos hijos), que acudió acompañando a la madre, que presentaba un cuadro de gripe y a la que seguramente le iba mejor acudir a urgencias que ir al medico de cabecera.

Como decía, una hora más tarde la doctora clasificadora me atendió. Tras hacerme las preguntas de rigor, si tenía alguna enfermedad infecciosa, si consumía algún tipo de drogas, si era alérgico a algún medicamento o si era soltero (esta última es mentira), me devolvió a la sala de espera con la mano vendada y ordenándome que mantuviera el brazo en alto (como si en una hora no hubiera habido tiempo suficiente para desangrarme). Disciplinadamente le hice caso, al menos durante diez minutos y luego en una distracción lo baje, justo en ese momento la doctora asomaba la cabeza llamando a otra paciente y mirándome sonriendo alzó el brazo. Tenía sueño, estaba cansado y en ese momento pensé: “Vaya, una doctora roja”. Hasta que reparé que era innecesario que levantara mi puño y dijera “¡Salud compañera!”

En esta postura, algo ridícula, continúe observando al resto de pacientes. Llegó el turno de la adolescente “Scarlett O'Hara juro por Dios que nunca volveré a hacer un examen”. Su regreso me llenó de optimismo, solo le faltaba bailar tras ser atendida. Pensé: “Qué suerte he tenido, si me atiende el mismo doctor, esta noche la mano como nueva”. En el intervalo de tiempo entre el etiquetado y la atención, entraron tres pacientes más. Uno era un joven con un dedo en tal estado que me prometí nada más llegar a casa besar a la lata por haber sido tan considerada conmigo. Los otros eran un pobre anciano en silla de ruedas al que se le salía el catéter y un niño con una tos terrible que diez minutos más tarde se estaba pegando unas carreras por la sala que me hacían temer que acabaría en trauma (como corría el cabrón), eso sí, de la tos ni rastro. Finalmente me tocó el turno de ser atendido, pero el resto os lo cuento en otra entrada, que tengo que ir a prepararme la cena. Quiero estrenar los cubiertos de plástico y los guantes de Kevlar que he comprado.

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