domingo, 26 de febrero de 2012

Marte devorando a sus hijos

Resulta complicado entender la actitud de algunas personas respecto a la guerra. Mayoritariamente los ciudadanos de un país son capaces de apoyar con entusiasmo el bombardeo e invasión de otra nación, y de aceptar sin excesivas reservas su ocupación, pero después se indignan o sorprenden cuando alguno de sus soldados orina sobre el cadáver de un enemigo. Actúan como si desconocieran que la finalidad de cualquier guerra es doblegar al contrario, utilizando para conseguir ese fin, cualquier instrumento militar o psicológico. Pretenden ignorar que una guerra es una sucesión ininterrumpida de canalladas y vilezas que solo cesan cuando el enemigo es no solo derrotado, sino también silenciado durante una o dos generaciones. Aunque sospecho que el motivo de inquietud no es la falta de respeto hacía un ser humano muerto, ni siquiera que se dispare a un combatiente herido, esas son conductas habituales. Lo que realmente les molesta es descubrir que sus chicos de tez clara, limpios de espíritu y pletóricos de bondadosa ingenuidad, se comportan como auténticos soldados, como recios combatientes o ángeles exterminadores que posan orgullosos a la sombra de una bandera de la SS.

Qué resultado esperaban tras años de bombardear a estos jóvenes con mensajes cargados de desprecio que reducían a los afganos o a los iraquíes a un puñado de tribus ignorantes apenas civilizadas. Cuando desde casa, radicales religiosos y políticos, Biblia en mano, insistían en la superioridad del hombre blanco y en la de su religión sobre la de los demás. Lo que se inició como una guerra económica, una lucha por un “espacio vital”, discontinuo en lo geográfico pero intensa en su desarrollo, se ha transformado en un conflicto cultural alimentado ideológicamente por sectores reaccionarios en lo político y radicalizados en lo religioso. Con toda esa marejada de fondo era inevitable que más tarde o más temprano toda esa basura demagógica acabara calando en unos jóvenes que esperaban una marcha triunfal y han acabado enfrentándose a un enemigo esquivo y perseverante.

Si no quieren que las escenas de una guerra les fastidien el pavo del Día de Acción de Gracias o ver a sus muchachos convertidos en inquisidores que queman libros, deberían no iniciar ninguna. Si tan fina tienen la piel de su conciencia, podrían tratar de obligar a sus gobernantes a no enviar soldados a invadir otras naciones, porque por mucha Convención de Ginebra, justa causa o recta intención que haya podido existir, las guerras siempre han sido lo mismo, un lugar y un tiempo que tritura la carne de sus víctimas y devora todo lo demás, incluso la inocencia.

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