sábado, 11 de febrero de 2012

Años Triunfales

Media España ocupaba España entera
con la vulgaridad, con el desprecio
total de que es capaz, frente al vencido,
un intratable pueblo de cabreros.

Barcelona y Madrid eran algo humillado.
Como una casa sucia, donde la gente es vieja,
la ciudad parecía más oscura
y los Metros olían a miseria.

Con la luz de atardecer, sobresaltada y triste,
se salía a las calles de un invierno
poblado de infelices gabardinas
a la deriva bajo el viento.

Y pasaban figuras mal vestidas
de mujeres, cruzando como sombras,
solitarias mujeres adiestradas
-viudas, hijas o esposas-

en los modos peores de ganar la vida
y suplir a sus hombres. Por la noche,
las más hermosas sonreían
a los más insolentes de los vencedores.

Jaime Gil de Biedma


Pertenezco a una generación de ingenuos, siempre quise creerme la versión oficial, aunque incompleta, de nuestra Transición, ese proceso de reconciliación nacional digno de ser estudiado e imitado por otras naciones que salían de la larga noche de las dictaduras. Durante mucho tiempo, creo que demasiado, consideré que nuestra democracia había sido capaz de restañar las viejas heridas y salvo grupos marginales, nostálgicos residuos del dictador, la sociedad en general había asumido e interiorizado los principios democráticos. Ciertamente, no era un sistema perfecto, aún quedaban pendientes algunas cuestiones, entre ellas devolver la dignidad a las personas asesinadas tras la guerra civil. La ilusión duró justo hasta el momento en que se empezó a escarbar la tierra para recuperar el pasado muerto por las balas asesinas. Desde ese mismo momento fuimos testigos, entre el estupor y la indignación, de cómo de todos los rincones y grietas de las instituciones, supuestamente democráticas, surgían voces empeñadas en evitar cualquier intento de acabar con los mitos de la dictadura franquista.

La crisis económica ha puesto en evidencia la fragilidad de un contrato social que se diluye como azucarillos en agua cuando vienen mal dadas. La impunidad de los corruptos de alta y baja cuna evidencia la desigualdad de los ciudadanos ante los tribunales, y la condena del juez Garzón no solo acredita que quizá en España exista la separación de poderes, (que no la de intereses), sino también que la condición ideológica del encausado o del juez determina la sentencia. La cuestión no es qué pasará con Garzón, ya que Estrasburgo posiblemente tumbará la sentencia del juicio político al que ha sido sometido. Otra cuestión es si su resolución será capaz de subir los colores a esos doctos letrados que, sin rubor ni vergüenza, jaleados y atosigados por la prensa conservadora, han considerado que utilizar todos los medios al alcance del estado de derecho para evitar que unos (presuntos) corruptos pusieran el botín a salvo, era constitutivo de delito.

Mi preocupación es qué pasará con los ingenuos, con quienes teníamos algo de fe en esta democracia de cartón piedra, qué será de quienes aún velan, en el kilómetro cero de la conciencia de algunos bastardos, el recuerdo de sus familiares desaparecidos. Cómo podré explicarle a aquella mujer, consumida por el tiempo y la enfermedad, que no pudo continuar aguardando y tuvo que irse sin saber cómo murió o dónde fue enterrado su hermano pequeño. Cómo contarle que la democracia que tanto esperó y de la que tanto esperaba, solo ha servido para echar más tierra sobre la anónima fosa de aquel recluta. En serio, como le explico, sin morirme de vergüenza, que mientras dormíamos, los años triunfales han regresado porque nunca se fueron.

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