lunes, 19 de marzo de 2012

Rendición

La globalización ha sido la gran oportunidad para las grandes redes mafiosas, que poco a poco se han ido infiltrando en el tejido social, político y económico. Estas organizaciones, dedicadas al tráfico de personas, drogas y armas, han ido adquiriendo un poder que a estas alturas ya les permite declarar, de forma abierta, la guerra a los estados y en el caso de los más pequeños, como Guatemala, tienen muchas posibilidades de acabar derrotándolos. Estos grupos mafiosos, impulsados por una descarnada lógica económica, han decidido iniciar una guerra de conquista que les permita, al controlar todos los resortes de un estado, gestionar los recursos humanos para sus actividades ilegales, incluidos el tráfico y la explotación de seres humanos. Sin embargo ni su estrategia ni sus objetivos son una novedad, se limitan a seguir el ejemplo de la United Fruit Company o el de otras multinacionales que siempre estuvieron dispuestas a alimentar la violencia o a deponer gobiernos, con tal de preservar sus intereses.

Líderes políticos y sociales afirman que la guerra contra estos grupos mafiosos está perdida. Que la estrategia centrada en la prohibición y la represión del consumo, impulsada por los EEUU, ha sido un fracaso, manifestándose incapaz de poner fin al flujo Norte-Sur de armas y drogas. Posiblemente sea así porque este es un conflicto asimétrico. Los pequeños estados, desestructurados y empobrecidos, no tienen los suficientes recursos económicos para hacer frente a la amenaza, y los grandes estados, empeñados en políticas de reducción del gasto, están limitando su capacidad de acción frente a unos entramados que disponen de instrumentos jurídicos para eludir el control financiero y numerosos paraísos fiscales donde depositar sus beneficios. No tengo tampoco muy claro que la solución al problema sea la legalización del comercio de las llamadas “drogas duras”, entre otras razones porque cómo se organizaría su comercialización una vez legalizadas. Serían los estados quienes controlarían su venta, como ya hacen con el tabaco y el alcohol (asumiendo la existencia de contrabando) o en cambio serían las empresas privadas las encargadas de su producción, procesado y venta. En este último supuesto quién o qué impediría a las redes de tráfico ilegal reconvertir su estructura transformándose en empresas legales aunque igualmente lucrativas.

La cuestión no es sencilla pero una rendición abre otras posibles e inquietantes legalizaciones. Será esa la respuesta al problema. Si no somos capaces de evitar el tráfico de mujeres o niños, ¿nos limitaremos a legalizarlo? Evidentemente que de esta manera acabas con el problema jurídico, ahorrándote mucho dinero en policías, jueces y procesos. Claro, que el sufrimiento de la mujer obligada a prostituirse o del niño condenado a trabajar como un esclavo (en el mejor de los supuestos) no desaparecerá, pero las estadísticas criminales mejorarán de forma espectacular y ya sabemos que cuando son los números quienes rigen la vida de las personas y no su dignidad, cualquier escenario es posible.

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