Terra incognita.
Con este nombre aparecían los grandes espacios en blanco de los mapas, eran lugares poblados de extraños seres, algunos monstruos y algunas ciudades perdidas cubiertas de oro. O así nos lo explicaban marineros y aventureros, quizá los únicos tipos realmente fiables a la hora de contar una buena historia. El mundo era entonces un lugar mucho más pequeño, misterioso e incierto. Las injusticias eran más o menos las mismas sólo que expresadas con más brutalidad y casi siempre en nombre de Dios.
Mucho me temo que para quienes crecimos navegando en los mares del sur, pasamos tardes perdidas en el bosque de Sherwood, o acompañando a Allan Quatermain en busca de las minas del rey Salomón, el mundo ha resultado ser un lugar muy pequeño y salvo en breves momentos, tremendamente aburrido. Al tiempo somos conscientes de que aún quedan varias generaciones antes de que los viajes espaciales imaginados por Asimov o Clarke sean posibles y para nuestra consternación estamos descubriendo que vivimos en un mundo en el cual Dios vuelve a ser la medida de todas las cosas. De todos los autores de ciencia ficción y de todos los futuros posibles hemos acabado encontrándonos en uno donde Huxley y Orwell se dan la mano. Así que nuestros deseos de aventura y exploración han terminado cubriéndose de polvo en alguna estantería y ya sólo existen cuando les dirigimos alguna breve mirada de reproche. Personalmente aún no he llegado al punto del inolvidable Pepe Carvalho, también es cierto que no tengo chimenea, pero supongo que como emulación de una ceremonia el microondas también serviría. Pero toda la culpa no es de los autores errados en sus predicciones, ni de google earth. Mi poca predisposición a sufrir una infección tropical o a tener que revisar el interior de mis botas cada mañana, también han contribuido, y no poco, a como decía Virginia Woolf que “las estancias íntimas me aburran y el cielo también”.
Pese a todo, la nuestra, es una generación de “antes muerta que rendía”, por esta razón opto por recurrir al noble ejercicio de escribir sobre los acontecimientos protagonizados por otros, actividad con innumerables ventajas, algún inconveniente y pocos riesgos. Claro que búfalos hay en todas partes y en estos tiempos en los cuales Torquemada vuelve a ser un autor de moda y extensamente imitado, tener una opinión podría ser considerado casi un deporte de alto riesgo. Pero este es un riesgo muy aceptable cuando crees haber llegado demasiado tarde o demasiado pronto o cuando el mundo que deseaste nunca existió.
Con este nombre aparecían los grandes espacios en blanco de los mapas, eran lugares poblados de extraños seres, algunos monstruos y algunas ciudades perdidas cubiertas de oro. O así nos lo explicaban marineros y aventureros, quizá los únicos tipos realmente fiables a la hora de contar una buena historia. El mundo era entonces un lugar mucho más pequeño, misterioso e incierto. Las injusticias eran más o menos las mismas sólo que expresadas con más brutalidad y casi siempre en nombre de Dios.
Mucho me temo que para quienes crecimos navegando en los mares del sur, pasamos tardes perdidas en el bosque de Sherwood, o acompañando a Allan Quatermain en busca de las minas del rey Salomón, el mundo ha resultado ser un lugar muy pequeño y salvo en breves momentos, tremendamente aburrido. Al tiempo somos conscientes de que aún quedan varias generaciones antes de que los viajes espaciales imaginados por Asimov o Clarke sean posibles y para nuestra consternación estamos descubriendo que vivimos en un mundo en el cual Dios vuelve a ser la medida de todas las cosas. De todos los autores de ciencia ficción y de todos los futuros posibles hemos acabado encontrándonos en uno donde Huxley y Orwell se dan la mano. Así que nuestros deseos de aventura y exploración han terminado cubriéndose de polvo en alguna estantería y ya sólo existen cuando les dirigimos alguna breve mirada de reproche. Personalmente aún no he llegado al punto del inolvidable Pepe Carvalho, también es cierto que no tengo chimenea, pero supongo que como emulación de una ceremonia el microondas también serviría. Pero toda la culpa no es de los autores errados en sus predicciones, ni de google earth. Mi poca predisposición a sufrir una infección tropical o a tener que revisar el interior de mis botas cada mañana, también han contribuido, y no poco, a como decía Virginia Woolf que “las estancias íntimas me aburran y el cielo también”.
Pese a todo, la nuestra, es una generación de “antes muerta que rendía”, por esta razón opto por recurrir al noble ejercicio de escribir sobre los acontecimientos protagonizados por otros, actividad con innumerables ventajas, algún inconveniente y pocos riesgos. Claro que búfalos hay en todas partes y en estos tiempos en los cuales Torquemada vuelve a ser un autor de moda y extensamente imitado, tener una opinión podría ser considerado casi un deporte de alto riesgo. Pero este es un riesgo muy aceptable cuando crees haber llegado demasiado tarde o demasiado pronto o cuando el mundo que deseaste nunca existió.
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