viernes, 6 de febrero de 2009

Memorias de un moribundo (al menos durante unos días)

Todo empezó el sábado pasado. Cuando me desperté el mundo había cambiado, estaba sumergido en la oscuridad y en el silencio, el aire parecía pesado y húmedo. La cabeza me daba vueltas, notaba un frío intenso. Eso me extrañó porque recordaba claramente haber dejado la calefacción encendida la noche anterior. No sabía dónde me encontraba, ese paisaje oscuro no me resultaba familiar, quizá sin saberlo, sufría de sonambulismo y uno de mis recorridos nocturnos había acabado en otra habitación y en otra cama (aconsejo no utilizar esto nunca como excusa, garantizado, no funciona). Podía ser incluso que mi cuerpo hubiera sido trasladado a uno de esos mundos paralelos como consecuencia de algún experimento fallido. Y en ese momento, primero lentamente y luego como un estallido, la verdad se me reveló y con el descubrimiento de mi situación llegaron los escalofríos.

He de decir en mi favor que en todo momento mantuve la calma y acepté con resignación mi aciago destino. Esperé, ya solo faltaba un detalle en aquella lóbrega composición, la voz de Jennifer Love Hewitt pidiéndome que fuera hacia la luz. Una hora después el escenario y el actor eran los mismos, la Hewitt no aparecía, los escalofríos eran más intensos y las puñeteras lumbares me indicaban que quizá el juicio sobre mi situación podía haber sido algo precipitado. Así que decidí buscar el interruptor de la luz y ¡mira por dónde! estaba en el lugar de siempre y por supuesto, al accionarlo descubrí que continuaba en mi habitación. Una vez descartado lo paranormal solo me quedó la posibilidad de lo normal, algo por otra parte, bastante decepcionante si tenemos en cuenta las expectativas.

Entonces mi analítica, pero a veces errada mente, se puso nuevamente en funcionamiento y en poco tiempo hallé una respuesta plausible a mi estado. Sufría una enfermedad de carácter infeccioso. Una vez llegado a este punto, el hipocondriaco que llevo dentro analizó meticulosamente los síntomas y de forma científica descartó todas las posibilidades hasta alcanzar un diagnóstico incontestable e impecable: estaba siendo víctima de un brote de peste bubónica atípica. La ausencia de bubones en mis axilas indicaba claramente su naturaleza atípica. Cierto es, aunque irrelevante, que más tarde el médico afirmó también sin ningún género de duda, que solo tenía gripe (que sabrá ella de enfermedades medievales) y guiada por su erróneo diagnóstico me aconsejó guardar cama, hidratarme y tomar ibuprofeno, el cual, por pura casualidad (y esto alguien debería estudiarlo) resultó ser mano de santo para aliviar los síntomas de la peste.

Estos días y el alivio pasajero del ibuprofeno me han permitido, no solo preparar las excusas pertinentes en el caso de que sonara el timbre de mi puerta (a mí no me pillan desprevenido como a Woody Allen), sino también reflexionar sobre la dura condición de ser hombre cuando se está enfermo y lo injustamente que somos tratados. Durante ese duro trance somos testigos de las crueles sonrisas de guasa de nuestras compañeras y amigas mientras tratamos de explicarles nuestro terrible malestar y el más que probable fatal desenlace de nuestra enfermedad. Digo yo que tampoco cuesta tanto disimular un poco y seguirnos la corriente durante unos días, sin ir más lejos, mi abuela nunca puso en duda ninguno de mis precisos autodiagnósticos. También es verdad que no se cortaba un pelo a la hora de reírse, eso sí siempre lo hacía fuera de la habitación y no en mi cara. Creo que no son conscientes de que en esos momentos nuestros toscos corazones y rudos modales desaparecen para dejar paso al niño que todos llevamos dentro. Y en esta lógica es injusto y desproporcionado que se nos califique de poco sufridores, quejicas, llorones y flojos, solo porque nuestra constitución física y psicológica provoque una amplificación de los síntomas de nuestra enfermedad.

Ah sí, lo olvidaba, el brote de peste bubónica, mal llamada por algunos gripe, que he padecido estos últimos días debió de ser una variante muy leve, porque ya me encuentro mucho mejor. Gracias a la naturaleza y no a la comprensión de quien yo me sé, puedo contarlo. Y desde aquí lanzo una advertencia que puede incluso ser interpretada como una amenaza: el día que te pongas de parto, espero que sean quintillizos, bueno, ahí me he pasado, vamos a dejarlo en trillizos pero muy cabezones. Prepárate, porque estoy dispuesto a hacer desaparecer todas las epidurales del hospital donde vayas a parir, ¡bueno vamos! ni aspirinas van a quedar en la farmacia, a ver quien se ríe entonces.

3 comentarios:

Fuentenebro dijo...

Ja, ja, ja!! Genial, por un rato se me fue el invierno y tuve unos minutos de regreso al calorcito del verano y a tus historias de entonces. Desde luego...real como la vida misma. Estaba pensando (mientras me reía con ganas y fuera del alcance de tus oídos) en cómo enferma el lado contrario. Si se puede llamar enfermar a seguir con todas y cada una de tus actividades diarias sin poder meterte un ratito a gusto en la cama mientras alguien te acerca un caldito misericorde. Ainchssss...

Anónimo dijo...

Deberían recabarse firmas para que estos síntomas fuesen estudiados en la Unidad del Dolor de cualquier centro médico que se precie. Mi sincera admiración por haber logrado sobrevivir a tan precario estado de salud.

Javi García dijo...

Habéis captado en toda su dimensión la agonía de esos días. La sutileza del comentario anónimo me ha conmovido por la comprensión y empatía que destilaba. Agradezco especialmente tu detalle Claudia, al reírte lejos del alcance de mis oídos y ponerlo luego por escrito. Somos unos incomprendidos (Calimero dixit).