Recuerdo un cuento de Arthur C. Clarke
que leí hace mucho tiempo, no recuerdo el título, en el que descubren un mundo
que había sido habitado por una civilización destruida por una supernova.
Haciendo indagaciones acaban por descubrir que el estallido del sol de ese
sistema, coincide con un evento trascendente en la historia de los seres
humanos. El relato finaliza preguntándose el narrador porqué Dios tuvo que
destruir toda la vida de un planeta para anunciar al hombre la llegada de su
hijo. Este relato quizá demuestre que el actual Papa anda escaso de
originalidad y por supuesto también de sensibilidad. El obispo de Roma, parece
ciertamente vivir en un reino que no es de este mundo, en un universo
distorsionado por la complacencia y distanciado de los problemas reales de los
seres humanos.
Apoyada en
movimientos conservadores, cuando no abiertamente reaccionarios, como los
“kikos” o el Opus Dei, el catolicismo, no así el cristianismo, está mostrando
lo peor de sí mismo, a través de su inquebrantable alianza con el poder
económico y político, en perjuicio de la mayoría. No podemos negar que la
Iglesia Católica desde que se convirtió en la única fuerza capaz de vertebrar
el imperio romano (al menos durante un tiempo) ha jugado en Europa un papel
fundamental en el sostenimiento de sistemas políticos, casi siempre de carácter
represivo y de naturaleza opresiva. Su poder se justifica en la fe de millones
de creyentes, aunque se sustenta en una minoría privilegiada con la que
mantiene un largo y prospero idilio.
Ahora el Papa nos
sale con una interpretación teológica que nos ha dejado pasmados. Si no había
burro ni buey en el portal de Belén, o si María era virgen o no, son cuestiones
de trascendencia capital, especialmente con el panorama que tenemos. Evidentemente
estas conclusiones demuestran la gran talla intelectual de Ratzinger. Seguramente
San Agustín, Santo Tomás de Aquino o incluso Maimónides derramarían lágrimas de
emoción ante tanta grandeza, volviendo a acreditar (por si no estaba claro) que
los conflictos sociales, la depredación económica o el cambio climático tienen
poco interés para una Iglesia añorante de los tiempos en los que la ignorancia
llenaba las iglesias y las desviaciones doctrinales eran tratadas por
inquisidores y demás guardianes de la fe.
Hemos tenido Papas
que han santificado saltándose sus propios procedimientos. Otros que en nombre
de una ortodoxia intransigente han ordenado silencio a voces disidentes y ahora se
atreven a echar a las entrañables figuras del burro y el buey del portal de Belén.
A mí lo que me gustaría saber es cuándo llegará un Papa capaz de expulsar a
todos los mercaderes del Templo de Salomón. Ese sí que sería un gesto digno de
un titular.
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