Lo ocurrido en la India no es
solo una violación, sino un simbólico linchamiento público, un acto de
terrorismo que pretende intimidar a todas aquellas mujeres que se permiten
tener el sueño de mejorar su situación, una advertencia a cualquiera de ellas
que tenga el atrevimiento de querer aprender. En Pakistán una niña fue atacada
por animar a sus compañeras a acudir al colegio; en la India, una joven fue
violada y asesinada por su doble condición de mujer y estudiante. Estos hechos
podrían ser considerados como actos aislados, sin un denominador común, sin
embargo esta explicación es peligrosamente simple, no son accidentes, meras
coincidencias, son acciones premeditadas, la cruel expresión de la clara y
definida intención de ejemplarizar a cualquier mujer que se atreva a desear
tener una vida más allá de la sumisión absoluta a los caprichos de un hombre.
En la India, y en otras muchas
naciones, algo se está moviendo. El progreso económico, guste o no, suele
provocar un cambio en la mentalidad de los individuos, y el silencio que
envuelve los asesinatos de miles de mujeres que tienen lugar cada año en aquel
país, empieza a quebrarse. Las muertes «accidentales» de mujeres (con la
complicidad en forma de indiferencia de las autoridades), la práctica habitual
de quemarlas vivas en sus cocinas por disputas sobre la dote o como forma
rápida de enviudar, genera un rechazo en la sociedad que no solo está siendo
expresado en forma de manifestaciones, sino también contestado de forma cruel y
salvaje.
Quizá hasta hace algunos días
podríamos haber considerado lo ocurrido a la joven india un hecho aislado, pero
la violación y asesinato de otras dos mujeres por un grupo de hombres, debería ser pista
suficiente para indicarnos la naturaleza de esos ataques. Este nuevo acto es un
reto al conjunto de la sociedad, al estado que debe procesar a los delincuentes
y un mensaje intimidatorio dirigido a las mujeres. Es evidente que algunos
tipos temen el cambio y adoran la impunidad. Y de esto último todos somos
responsables, da igual la latitud o la longitud, la violencia contra la mujer,
el desprecio expresado hacia ellas o el convertirlas en simple mercancía, es
una realidad institucionalizada. De nada sirven los lamentos o el rechazo
social si estos salvajes consideran que están llevando a cabo una cruzada para
salvaguardar una forma de vida. Y en esta lógica sus actos deberían ser
considerados como actos de terrorismo, como acciones encaminadas a limitar
derechos individuales, como simples fascistas dispuestos a imponer su voluntad y
el terror con tal de mantener su imperio de violencia sobre las mujeres.
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