Algunos parecen sorprendidos por la rapidez en la que puede
cambiar un país en apenas tres años. La España que parecía estar en condiciones
de hacerse un hueco entre los ocho grandes, se ha desvanecido rápidamente. La
misma que hace unos años fuera el dorado de inversionistas ingleses y alemanes,
parece condenada a retornar a las panderetas y peinetas. Incluso algunos están
empeñados en intimidarnos, y una vez agotados los recursos para convencernos
por la buenas de aceptar el difuso golpe de estado financiero, están
despertando el viejo y clásico temor, a cuenta de la soberanía de Cataluña, al
golpe militar, implicando a generales, que perplejos por las imputaciones,
tienen que aclarar sus palabras.
Es cierto, la situación es complicada, pero como nuestro reciente
optimismo, el catastrofismo solo es una excusa para justificar, por la vía de
urgencia, un cambio en el modelo social antes de que los ciudadanos europeos,
especialmente los del sur, puedan articular una respuesta al desmadre
perpetrado por los intereses financieros, con la activa complicidad de la
comisión europea y los gobiernos. Lo que se inició como una crisis financiera,
convertida hábilmente en crisis de deuda pública, se está transformando en una
crisis política y social. Y en esta rápida sucesión de acontecimientos existe
un elemento fundamental que ha sido menospreciado, y es el hastío previo de la
ciudadanía, hacia un sistema que mostraba algunas contradicciones solo
disimuladas por la aparente prosperidad económica fruto de la burbuja inmobiliaria.
Y cuanto utilizo el término aparente es porque en términos reales la burbuja
aportó bien poco al país y sus gentes. Ya en aquellos tiempos de “bonanza” la
pobreza en nuestro país se acercaba al veinte por ciento de la población. Una
cifra que demuestra que ese “crecimiento” no sirvió para mejorar las
condiciones de vida de la población, sino más bien para todo lo contrario, ya
que puso las bases para que una vez el saqueo se hubiera consumado, el número
de personas en riesgo de exclusión social y de pobreza se ampliara como
consecuencia del desempleo, el endeudamiento de las familias y las políticas de
recorte social.
Bien es cierto que fue fácil creer en el discurso oficial de que
“España iba bien”, y quien hizo esa afirmación no mentía, tan solo obvió
mencionar el pequeño detalle de a quién realmente le iba bien. Claro que la
realidad siempre acaba desmintiendo los optimismos oficiales, aunque esto
evidentemente no resta sufrimiento a quien lo está perdiendo todo. Sin embargo
el cansancio se ha materializado rápidamente para sorpresa de expertos y
optimistas de jubilaciones doradas. Al sistema surgido de la Transición,
incluido el modelo de partidos políticos, se le rompen las costuras. La
corrupción y la falta de respuestas que satisfagan las aspiraciones ciudadanas
está generando un profundo divorcio que presenta un preocupante rasgo, ninguno
de los implicados quiere darse por enterado, actuando como si esto solo fuera
una tormenta pasajera que acabará por remitir, dejando las cosas tal como estaban.
Pero esta pretensión es tan solo otra ilusión, la brecha es
demasiado profunda como para que una vez la situación económica se estabilice
todo quede igual. Tan cierto como es que los neoliberales aprovecharon la
crisis para tratar de cambiar el modelo de relaciones sociales, lo es que una
parte importante de la población demanda un profundo cambio político que sea
realmente representativo y transparente. Un sistema en el que la corrupción
solo sea un residuo, no como hasta ahora que parece ser la grasa que mueve los
engranajes del sistema. Quien quiera pensar que todo lo que está ocurriendo es
una etapa sin consecuencias futuras, puede seguir soñando, en su pretensión de
ignorar que nos encontramos en un proceso profundo de cambio y que nada será igual
cuando finalice. La cuestión es quién ganará, si los intereses financieros y
sus partidos vasallos o las legítimas reivindicaciones ciudadanas. Esto aún
está por ver.
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