domingo, 11 de noviembre de 2012

Cielos encapotados


Hace un tiempo haciendo zapping experimenté una extraña coincidencia, en dos canales diferentes emitían dos series distintas, ambas coincidían en que el “malo” era el mismo actor, uno de esos secundarios de lujo condenados a repetir una y otra vez actos de maldad, la mayoría de las veces de forma muy convincente. Estuve pensando si no acabarían cansándose siempre de hacer los mismos papeles, de ser odiados, de convertirse siempre en la representación de todo aquello que un ser humano debería despreciar. Incluso pensé cómo les explicarían a sus hijos, que su padre, el villano atrapado en el televisor, solo era una invención que nunca lograría escapar para aterrorizarle ni a él, ni a nadie. 

Quizá el hijo le creería. Los hechos posiblemente sustentarían la creencia, puede que con el tiempo descubriría que su padre nunca tuvo la oportunidad de demostrar al mundo su talla de actor o incluso su bondad. Aunque también es posible que al crecer y contemplar el mundo acabara llegando a la conclusión de que independientemente de los actos de la ficción de su padre, estos no eran nada comparados con los de los monstruos sin rostro del mundo real. Esos que pese al rastro de miserias y vidas arrasadas que van dejando a su paso, nunca dan la cara, evitando hacer ostentación de su condición. Viven atrincherados tras balances, tras un océano de intereses que les permiten poner distancia con las consecuencias de sus decisiones, refugiados tras una maraña de intermediarios que con entusiasmo o desganada obligación les hacen el trabajo sucio. Muestran sorpresa e indignación cuando alguien les acusa, como si entre su codicia y el suicidio de una persona no existiera causa-efecto. 

Tienen la conciencia muy tranquila, como los “malos” de la ficción parece que solo representen un papel. Pero a diferencia de las películas, los muertos no se desprenden de su máscara de sufrimiento, ni el dolor de los familiares es creación de un guionista. Esta gente con el corazón en la cartera o en Suiza, solo esperan a que el temporal amaine, aunque en esta ocasión lluevan personas y en los charcos se mezclen barro y vidas. Tras cristaleras que convierten sus despachos en cálidos invernaderos, miran el cielo encapotado de mezquindad, acostumbrados a no ser salpicados por las inclemencias que ellos contribuyen a provocar. Esta vez debería ser diferente, en esta ocasión, los muertos así lo exigen. Sus castillos de complacencia deberían convertirse en las urnas funerarias de un sistema, en celdas con tan solo una ventana que diera al cielo, para que pudieran comprobar cómo en su ausencia el tiempo se despeja y la vida prosigue. 

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