domingo, 11 de diciembre de 2011

Epidemia I: El malo


Vamos a dar por buena la posibilidad de que una epidemia vírica sea capaz por sí sola de acabar con el 90 % de los seres humanos, algo teóricamente posible pero improbable. El primer reto que debe afrontar un escritor dispuesto a pulirse a la humanidad es encontrar un agente vírico capaz de hacerlo. No es una tarea sencilla, puesto que el virus para convertirse en un genocida debe poseer unas características muy determinadas: Tiene que ser muy contagioso, con un periodo de incubación prolongado (así más gente se infectará dificultando la cuarentena), que una vez se manifieste sea rápido haciendo su trabajo y sobretodo, debe tener altas tasas de mortalidad. Por ejemplo, la gripe “española” mató entre 25 y 100 millones de personas y aunque se desconoce su tasa de mortalidad, se calcula que pudo rondar el 30-40% de los enfermos. Era una enfermedad contagiosa que afectó al 60% de la población y era rápida; de ella se decía que uno se encontraba indispuesto a la hora del desayuno, se metía en la cama a la hora de la comida y a la hora de la cena ya estaba muerto, teniendo preferencia por las personas jóvenes.

En la naturaleza tenemos virus con altas tasas de mortalidad (Ébola, filovirus), con largos periodos de incubación (rabia, rhabdoviridae) y muy contagiosos (resfriado, rinovirus y coronavirus). Sin embargo, no parece haber ninguno que reúna las características necesarias para convertir una epidemia en un holocausto. Si a esta dificultad le sumamos el escepticismo de muchos lectores, que saben perfectamente que una tasa de mortalidad tan elevada sólo es posible en pequeñas comunidades aisladas y con poca variedad genética, el escritor se encuentra con una papeleta difícil de resolver. Unos lo solucionan apelando a la naturaleza y al hecho de que la inmensa mayoría de los virus son totalmente desconocidos y por lo tanto, alguno habrá al que se le pueda culpar de la carnicería. Otros recurren a la ciencia, responsabilizando de la epidemia a un experimento de laboratorio, militar o civil, que por obra de un loco, un irresponsable o de un accidente, queda libre en el medio ambiente, extendiéndose en cuestión de semanas por todo el planeta (además de mortífero, es un viajero incansable).

Una vez definida la naturaleza del patógeno, el escritor escrupuloso dará detalles sobre el proceso, la expansión, cuáles son los síntomas o cómo se transmite. Se tomará la molestia de describirnos cómo se derrumbará la sociedad, la reacción de la gente y si es necesario creará personajes que darán un punto de vista diferente; es decir, tratará de construir un relato minucioso que haga plausible lo inimaginable. En cambio, otros se ventilarán a la humanidad en cuestión de dos o tres capítulos, lo cual en sí mismo no es criticable, aunque sí que lo es la intención por la que despejan a siete mil millones de personas en unas cuantas páginas sin dar demasiada información respecto a la causa de tanta mortandad.

Unos lo harán porque su historia es un reflexión sobre el hombre, la soledad o la incapacidad de adaptación al cambio (Soy leyenda, de Richard Matheson). Otros porque necesitarán recuperar la esperanza (The postman, de David Brin. Sí, el delicado relato que destrozó Kevin Costner). En cambio, unos pocos, cada vez son más, pasarán de filosofías y dejarán el planeta libre, vacuo y expedito de seres humanos para que el protagonista, un tipo normal (en apariencia) y corriente, se pase el resto del libro completando el inacabado trabajo de la epidemia, disparando a todo bicho sobreviviente y dando vueltas absurdas sin saber muy bien qué rumbo tomar, no porque se encuentre desconcertado por la dimensión de la catástrofe, sino simplemente porque el autor está totalmente despistado al descubrir, demasiado tarde, que en un mundo solitario la vida es muy monótona. En estos últimos casos las fuentes de inspiración son evidentes (de esto ya hablaré más adelante) y debemos reconocer que el juego Resident Evil no sólo ha echado a perder el género, sino también el nivel de exigencia de algunos lectores. Aunque claro, si en alguna ocasión hemos sido capaces de soportar una resaca, también podremos sobrellevar novelas infectas convertidas en superventas por el hambre de catástrofes.

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