sábado, 6 de noviembre de 2010

Drogas legales, trampas mortales


A mediados de los noventa, el 30% de los ingresos psiquiátricos que se producían en nuestro país estaban relacionados con el consumo de alcohol. Seguramente esta cifra no solo esté desfasada (para peor), sino que ya en su momento era solo la punta del iceberg de una situación mucho más grave. El alcohol, como con el resto de drogas, solo es una preocupación cuando provoca alarma social, cuando la comunidad identifica a sus consumidores como un riesgo o un problema de seguridad. Una de las muchas consecuencias que tiene una crisis es que la pérdida del empleo o la reducción de ingresos evidencian la dependencia. Personas que durante mucho tiempo fueron capaces de ocultarla a familiares y amigos, ahora se encuentran atrapadas en una necesidad de consumo que no pueden sufragar y evidentemente recurren a cualquier otra vía que les permita continuar drogándose.


Hay miles de personas que son consumidoras y este consumo se desarrolla en la clandestinidad. Viven con normalidad y su entorno es incapaz de detectar la dependencia hasta que surge algún problema asociado al consumo. Sin desdeñar la importancia numérica de este colectivo, existe una forma más perversa de convivir con un drogodependiente sin ser consciente de estar haciéndolo, y es que la droga en cuestión sea una sustancia no solo socialmente aceptada sino que esté presente en la mayoría de nuestros ritos cotidianos y festivos, como es el caso del alcohol. Esta sustancia es causa directa e indirecta de miles de muertes cada año, el sufrimiento social que ocasionan es elevado y el coste sanitario, ahora que algunos parecen estar tan preocupados por él, millonario. Sin embargo convivimos con el alcohol sin reparar en su peligrosidad, la etiqueta de “legal” parece transformarlo en un producto poco amenazador, casi inocuo, pese a las pruebas en contra de esta percepción.

Este es parte de problema, la combinación de ignorancia e hipocresía tienen como resultado un peligroso cóctel de tópicos y complacencias, que pueden tener como consecuencia una dependencia cruel e implacable que cada día provoca el sufrimiento de millones de personas. Si comparamos las muertes provocadas por el alcohol y las ocasionadas por la heroína nos preguntaríamos, con mucha razón, porqué la segunda está prohibida mientras el primero goza de una amplia aceptación social. Sin embargo, que yo sepa, nadie llama a un camarero “camello” cuando objetivamente cumple la misma función: servirnos una dosis de droga. Nadie mira con desconfianza al viticultor y en cambio sí lo hacemos con los cultivadores de coca, cuando su cultivo y consumo es tan tradicional como el de la vid. No debemos desdeñar que la “búsqueda de la euforia” es tan antigua como la propia humanidad y que la única posibilidad que tenemos de combatir cualquier drogodependencia reside en la educación y la prevención (por supuesto esos mensajes que “recomiendan el consumo moderado” mientras tratan de hacernos beber cerveza, no deberíamos considerarlos como actuaciones preventivas). Un hecho es innegable, ya sea mascando coca, bebiendo vino o fumando hachís, continuaremos drogándonos hasta que nos extingamos como especie, así que quizá, eliminar la consideración de drogas legales e ilegales, de duras o blandas, sería un buen paso para evitar que millones de personas conviertan, por ignorancia, sus vidas y las de sus familias en un infierno.

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