martes, 23 de noviembre de 2010

Supongamos por un momento, que...


Leo que los árboles expuestos a esa invisible radiación producida por las redes wi-fi, enferman, muestran “un brillo de plomo en sus hojas, sus cortezas se agrietan y sangran”. Parece ser, aunque apasionados alegatos desmienten esta conclusión, que poco a poco se van marchitando. Supongamos, por un momento, que esas radiaciones son totalmente inocuas tanto para los árboles como para las personas, concedamos el beneficio de la duda a ese negocio que mueve miles de millones y al que seguramente le da igual la salud de un árbol o la de mil personas siempre y cuando puedan sembrar las suficientes dudas como para no tener que asumir responsabilidades o invertir en sistemas que no dañen a los seres vivos. Supongamos, por un momento, que no es el modo como enviamos los mensajes sino su contenido el que los pone en peligro.


Dejemos volar la imaginación y pensemos que los árboles, por algún mecanismo desconocido, de forma voluntaria o involuntaria, son capaces de interceptar los mensajes que viajan en esas invisibles radiaciones, descifrarlos y averiguar su contenido. Gracias a ese don o maldición, han podido recibir noticias de parientes que habitan en otros lugares del planeta, así han descubierto que el cedro libanés continúa sin conocer la paz, que el roble inglés será convertido en tablones y que el pino mediterráneo ya solo arraiga en parterres. Y si esas noticias son desalentadoras, las que les llegan de la selva de Indonesia o del Amazonas son desastrosas. Con cada bit de información que descifran descubren que, en nuestro planeta, ni la acacia africana es ya capaz de prosperar. Así, lentamente, van acumulando millones de malas noticias que los contaminan, marchitando sus hojas, pudriendo sus troncos y transformando sus anillos en la narración de una extinción.

Supongamos por unos momentos que a los árboles, de tanto llorar, ya no les queda más remedio que evolucionar, que su única salvación sea cambiar, transformarse en otra cosa capaz de sobrevivir entre la podredumbre y la indiferencia. Seguramente los árboles más jóvenes en ese desesperado intento de encontrar un futuro, escarbaran en la información almacenada y encontraran la respuesta. Solo necesitan transformarse en seres humanos, esos si, dirían, saben adaptarse a todo, esos sí que son tipos duros e insensibles, por mucho que digan de las piedras y las plantas. Son capaces de ver cómo una mujer enferma de cólera y con aspecto de no haber comido en mucho tiempo muere tirada en una calle sin que nadie le preste ayuda. Ése debe de ser el futuro de los árboles si quieren sobrevivir, con el cambio perderán las hojas, las raíces y posiblemente también el corazón, pero así es la evolución.

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