miércoles, 14 de abril de 2010

Un cojín sobre la cara

Recuerdo ver de niño una película, no recuerdo el título, en la que un tipo pierde una de sus manos en un accidente de coche y le implantan la de un donante anónimo. La mano resulta que tiene sus propias costumbres y recuerdos, herencia de su anterior propietario. Uno de esos enojosos hábitos de su pasado era el de valorar muy poco la vida ajena, así que la dichosa mano acaba convirtiéndose en un peligro para el protagonista y su familia. No recuerdo el final, es uno de los inconvenientes de ver una película con un cojín sobre la cara, te pierdes el desenlace, pero no evitas las pesadillas.

En aquel momento, a principio de los setenta, la posibilidad de que una mano pudiera ser injertada en el brazo de otra persona entraba en el campo de la especulación científica y a pesar de los avances logrados desde el primer transplante de riñón, en muchos aspectos continúa siendo terreno de guionistas. Muchas dificultades técnicas y médicas han sido superadas y miles de personas han podido continuar viviendo gracias a un transplante de órganos. Esta revolución médica no es patrimonio único de la ciencia, fue posible y se sostiene en un sentimiento muy humano como es el altruismo. Sin personas dispuestas a ceder sus órganos después de su muerte o incluso en vida, los transplantes posiblemente no hubieran pasado de ser simples curiosidades de laboratorio. Aún así la oferta va siempre por detrás de la demanda y muchas personas esperan durante años un transplante y algunos nunca llegan a recibirlo.

A esta necesidad de órganos el mercado ha dado respuesta. La mano invisible que regula la oferta y la demanda ha logrado que quien tiene dinero pueda acceder para obtenerlos a otros circuitos, al margen de los oficiales. Es un mercado de desesperados, unos deben vender un riñón para que sus familias puedan sobrevivir un tiempo más (en Irán está permitida y regulada la venta de órganos entre vivos), y otros carecen de salud y de escrúpulos pero tienen los recursos necesarios para pagar a intermediarios que consideran al ser humano una res que después de muerta, y una vez descuartizada, tiene un valor y una consideración que no tuvo en vida. Y eso solo sirve para envilecer un poco más nuestra ya de por si pobre condición humana, transformando lo que era un gesto de solidaridad en un acto miserable.

Si esta fuera una práctica marginal, otra manifestación de esa vida que transcurre en las alcantarillas, entre ratas y podredumbre, podríamos fingir ignorancia. Pero incluso un estado, el chino, se ha sumado a este lucrativo negocio poniendo a disposición de quien pueda pagarlo, los órganos de personas ejecutadas. Seguramente alguien podría pensar que esa es una manera de que asesinos y violadores devuelvan a la sociedad algo de lo que le arrebataron, allá cada uno con sus principios retributivos y morales. Pero esa línea de pensamiento ignora que China tiene presos políticos de los que muchas veces se desconoce su destino y además, no hay ningún sistema judicial infalible. Así que no es una posibilidad descabellada que el hígado de algún inocente acabe en el cuerpo de algún receptor con escaso respeto por sus semejantes. Dicen que la realidad siempre supera a la ficción, por una vez debería ser al revés y si el corazón de algún inocente acabara en el pecho de uno de esos desaprensivos quizá podría lograr que con el tiempo apartaran de su cara el cojín que les impide ver la mezquindad de su supervivencia. Pero claro, esto es lo que tiene la ficción, puedes escoger los finales, y cuando son felices casi siempre estás pecando de optimismo o ingenuidad.

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