miércoles, 8 de junio de 2011

Never let me go

Seguramente el viaje más largo del que he sido testigo, fueron los quinientos metros que recorrió un muchacho de apenas dieciocho años. Vacilante y asustado, dejó atrás una existencia construida sobre una desolada certidumbre, para sumergirse, más solo que la una, en una ciudad capaz de ofrecer únicamente lo que ofrecen todas: promesas inciertas. Aquel chaval, como muchos otros, no tuvo demasiada suerte en la vida. Abandonado cuando era un bebé y sin ninguna familia que se preocupará por él, pasó toda su vida atrapado en unas instituciones que alimentaban su cuerpo y descuidaban todo lo demás. Nunca lo prepararon para lo que le esperaba fuera de los muros de aquel reino ingrávido y desconectado de la realidad.

Años después, en uno de esos encuentros fortuitos, coincidí con él en el autobús. Nunca habíamos tenido demasiada relación, la diferencia de edad y de situaciones marcaban una frontera invisible de incomprensión y en mi caso, debo reconocerlo, también de incomodidad. Nunca he pensado que un autobús atestado de gente, fuera el lugar más adecuado para las confidencias. Él no pareció compartir esa opinión y me describió cómo había sido su viaje a la madurez. Fue desgranando los hechos, algunos ciertos, otros pura fabulación, que narraban su vida. Terminó su historia con una afirmación que me desconcertó: “Solo necesito una novia, porqué todo lo demás me va bien”. A mí aquel comentario me dejó perplejo (aún no había descubierto las “ventajas” de tener una novia, ni tampoco “los inconvenientes”). Tras esas palabras, llegó su parada y se despidió, desde entonces no he vuelto a verlo, de hecho no recuerdo ni su nombre.

Lo cierto es que aquella conversación la fui recordando de forma intermitente, hasta que años después entendí porqué no la había olvidado, porque me dejó la impresión de que algo extraño le ocurría a aquel joven. La falta de afecto, la soledad, la inexistencia de una familia, no lo había convertido en un canalla, sino en un romántico. Pese a las duras lecciones que le había dado la vida, conservaba intacto el deseo de ser amado. Si nos dejamos llevar por la psicología alguien pensará que estaba compensando sus carencias afectivas, pero en algún momento de nuestra existencia deberíamos superar las explicaciones y las barreras que establece la ciencia y creer que hay gente, capaz de mantener intacta la esperanza, incluso cuando las circunstancias nunca les han favorecido. Sinceramente en un mundo que solo promete distopias, deberíamos recordar a quienes no han tenido nada en términos afectivos, y lo desean todo, incluso cuando este deseo está más allá de sus posibilidades o de la razón.

Nuestra vida es química, pero eso no nos convierte en números, ni nuestro destino es el resultado de una fórmula matemática de resultado predecible e invariable. Si alguien piensa que dos y dos son cinco, no solo está en su derecho a defenderlo, sino que también empiezo a pensar que no está del todo equivocado y sinceramente, espero que esa convicción nunca le abandone.

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