sábado, 3 de septiembre de 2011

Frankenstein o el moderno Experimentador


Escarbar en el pasado, individual y colectivo, a veces es un ejercicio necesario, aunque no siempre agradable. Los años treinta fueron una década turbulenta, que finalizó con el estallido de una de las peores guerras que la humanidad ha conocido, no sólo por su extensión geográfica o por la cantidad de víctimas que provocó, sino también porque teorías y prácticas, previamente desarrolladas, fueron ejecutadas a una dimensión y escala global. Los experimentos médicos realizados, utilizando como cobayas a seres humanos, no surgieron de la nada, no fueron la obra de un iluminado o de un grupo de desquiciados, que de la noche a la mañana decidieron utilizar a otros seres humanos como sujetos de laboratorio, sino que se sustentaba en unas ideologías y prácticas previas que allanaron el terreno para que naciones como Alemania o Japón no encontraran demasiadas dificultades morales a la hora de ponerlas en práctica.

Las leyes eugenésicas, los experimentos del Doctor Mengele, del escuadrón 731 o los experimentos de Vallejo-Nájera en nuestro país son sólo expresiones de una vileza moral que asociamos a regímenes totalitarios. Olvidamos que la democracia no es garantía de pulcritud, máxime cuando algunas personas, por motivos de raza o religión, son consideradas ciudadanos de segunda. La muerte de ochenta y cuatro campesinos guatemaltecos evidencia que la experimentación con seres humanos no era una práctica propia de tiempos extraordinarios o circunstancias excepcionales, sino algo más frecuente, consentido por estados, independientemente de su organización política. El Experimento Tuskegee perseguía los mismos objetivos que al que fueron sometidos cientos de campesinos guatemaltecos; sin embargo, en este caso, los sujetos fueron ciudadanos estadounidenses de origen afroamericano. Difícilmente sería posible refutar el componente racista e ideológico de estos experimentos y el absoluto desprecio por la salud y la vida de estas personas.

Más tarde, al finalizar la Segunda Guerra Mundial, esta vez en nombre de la Paz, miles de soldados y marineros norteamericanos fueron expuestos, sin su conocimiento, ni su consentimiento, a altas dosis de radiación (Crossroads). Estos experimentos, excluyendo los realizados por los nazis, eran posibles gracias a la confianza, a la ignorancia, a la buena fe y al engaño. Lo sencillo sería considerar que esas conductas son cosa del pasado, de tiempos más canallas que los actuales, aunque es lícito cuestionarse si lo único que ha cambiado han sido las formas. Los hechos demuestran que aún se experimenta con seres humanos, que los estados engañan a sus ciudadanos, es indiferente que sea para inocularles la bacteria de la sífilis o para arrebatarle sus derechos.

Continuamos en manos de gente dispuesta a utilizar a sus semejantes como ratas de laboratorio bajo la excusa de obtener un bien mayor. Unos siguen en medicina, experimentando con niños en África o la India, otros en cambio prefieren las ciencias sociales y se han embarcado en un gran experimento: cambiar el modelo social europeo de forma acelerada, acabar rápidamente con el gran pacto Keynesiano de la posguerra, sin tomar en consideración el sufrimiento que están causando. O quizá si lo sepan y el fin del experimento sea determinar el nivel de presión que los ciudadanos pueden soportar sin llegar a estallar. Deberían releer Frankenstein para recordar que en ocasiones la creación acaba devorando al creador.

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