viernes, 9 de septiembre de 2011

Un buen acuerdo


Debemos reconocer que ninguna convivencia es sencilla; sin embargo, este verano, para mi sorpresa, he sido capaz de mantener una relación distante pero cordial con otro ser vivo. Seguramente será efímera, aunque debo reconocer que, pese a su inevitable naturaleza pasajera, la separación me llenará de pesar. Solo espero ser capaz de sobrellevarla con resignación y entereza y no dejarme llevar por la nostalgia cuando la compañía de estos dos meses de verano desaparezca. Así es la vida, un constante trasiego de personas y experiencias, pocas de las cuales nos dejan un recuerdo intenso o tienen la capacidad de cambiar nuestra percepción y forma de relacionarnos con el mundo.


Esta historia, como muchas otras, empezó de forma accidental una calurosa tarde del mes de julio. Estaba tumbado tratando de encontrar la inspiración necesaria para dormir la siesta cuando percibí por el rabillo del ojo un movimiento. No le di más importancia, pero cuando un poco más tarde se repitió, por simple curiosidad, sí, la que mata al gato, tuve la necesidad de comprobar el origen del misterioso y furtivo movimiento. Debo reconocer que no fue amor a primera vista; de hecho, di un salto que hubiera sido la envidia de cualquier atleta que compitiera en salto de longitud. Estaba claro, nada de entrenamiento ni de esfuerzo, para batir tu propia marca no hay nada mejor que tropezarte con una araña del tamaño de un caniche.

Quiero aclarar que mi primera reacción y posteriores acciones no fueron resultado del miedo, eso dejémoslo claro desde este momento, sino más bien consecuencia de una impresión repentina y persistente. Una vez establecida una prudente distancia con el bicho, valoré la posibilidad de ir a buscar un trapo para atacar a la araña en una lícita y justificada acción de defensa territorial. Sin embargo, como soy una persona que conoce muy bien sus límites, analicé la situación con más detenimiento y pensé: “ A ver chaval, ¿a dónde vas con un trapito, acaso sabes torear?, porque como le pases al bicho el trapo por las narices o te embiste o lo que es aún peor te lo quita de las manos y se hace un delantal”. Así que, reevaluando la situación y teniendo como únicas alternativas posibles montar un encierro sin toreros o hacer el ridículo, decidí iniciar una retirada estratégica, para valorar con calma otras posibles alternativas.

El insecticida quedó inmediatamente descartado, realmente no sé porque la gente se gasta tanto dinero en drogas, a mí me basta con rociar el comedor con él para acabar pegado a la pared conversando con los mosquitos que pretendía eliminar, además, siempre he condenado la guerra química. Otra opción que valoré fue llamar a un amigo para que me enviase a su hijo de cuatro años. Este crío es un tipo extraño, le dan miedo los saltamontes, pero en cambio a las arañas, independientemente de su tamaño, se las come con patatas fritas. Claro que eso suponía hacer también el ridículo, por lo que decidí tomarme más tiempo para continuar examinando la situación y encontrarle una salida.

Después de varias horas reflexionando encontré las preguntas adecuadas para resolver la cuestión. Me pregunté: “¿A ti te molesta el bicho? Vale es grande, ¿pero realmente te molesta?. Parece tímida, no te mira con el deseo del hambriento, además es verano y hay mosquitos y otros insectos, que los días que sopla el viento convierten el comedor en una feria y lo mismo la presencia de una araña les disuade de aprovechar con tanto descaro mi manifiesta alergia a los insecticidas. Y concluí “para qué combatir cuando podemos convivir”. Así lo hice. Este verano no me ha picado ni un solo mosquito y los saltamontes, libélulas y escarabajos parecen que han cambiado su destino turístico. De acuerdo, no es una relación habitual y seguramente algo extraña, creo que las llaman simbiótica, aún así creo que la echaré mucho de menos cuando llegue el invierno porque he aprendido algo esencial: casi siempre cooperar es mejor que competir. A ver si algunos toman nota de la experiencia.

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