Quise a una ciudad construida casi a golpe de exposiciones universales, por mercaderes e “indianos”, patronos y obreros, por refugiados y conquistadores (aún en mi mitología afectiva resuenan las botas fascistas desfilando por la Diagonal). Crecí entre fachadas grises y muchas caras de cansancio, viendo como poco a poco el espacio y el tiempo asediados consumían a las gentes de esta ciudad. Eran otros días, cuando la política no sólo prometía el cielo sino que incluso enviaba a algunos a él. Cuando siempre era invierno y el frío no sólo calaba las paredes sino que atravesaba a las personas.
Después llegó la democracia, aquella sin ira y sin memoria. Para el resto de Europa aún éramos africanos y algunos “africanistas” nos vigilaban atentamente desde las tapias de conventos y cuarteles. Esos días de desmedida ilusión y grandes sobresaltos también quedaron atrás, arrastrados por la modernidad que llegó a nosotros como una tromba de arqueros atinados, “tíos cachas” y banderas al viento. Una vez repartidas las medallas, la ciudad mostró las inevitables cicatrices de su progreso y un tiempo más tarde, sin saber muy bien la razón, dejé de amar a esta ciudad. Quizá la causa fue el progreso, ese verdugo de viejos escenarios y de algunos buenos momentos. Quizá fue la obligada diáspora de quienes no soportamos, ni pudimos alcanzar los precios de esa ciudad convertida en escaparate. Es difícil comprender a quien cambia y a veces también seguir su ritmo. Especialmente cuando ese cambio arrastra y entierra la crónica sentimental del crecimiento compartido.
Las exposiciones universales abandonaron la “ciudad de los prodigios” y de algunos despropósitos. Huyeron de la ciudad a la que adoré levemente, dicen que esa es su costumbre; yo personalmente creo que es el fin de los tiempos. Primero Sevilla, ahora Zaragoza, un merecido premio para ellas y sus gentes, un triste recordatorio para quienes ya no somos capaces de reconocernos ni en las calles de nuestra propia infancia.
Después llegó la democracia, aquella sin ira y sin memoria. Para el resto de Europa aún éramos africanos y algunos “africanistas” nos vigilaban atentamente desde las tapias de conventos y cuarteles. Esos días de desmedida ilusión y grandes sobresaltos también quedaron atrás, arrastrados por la modernidad que llegó a nosotros como una tromba de arqueros atinados, “tíos cachas” y banderas al viento. Una vez repartidas las medallas, la ciudad mostró las inevitables cicatrices de su progreso y un tiempo más tarde, sin saber muy bien la razón, dejé de amar a esta ciudad. Quizá la causa fue el progreso, ese verdugo de viejos escenarios y de algunos buenos momentos. Quizá fue la obligada diáspora de quienes no soportamos, ni pudimos alcanzar los precios de esa ciudad convertida en escaparate. Es difícil comprender a quien cambia y a veces también seguir su ritmo. Especialmente cuando ese cambio arrastra y entierra la crónica sentimental del crecimiento compartido.
Las exposiciones universales abandonaron la “ciudad de los prodigios” y de algunos despropósitos. Huyeron de la ciudad a la que adoré levemente, dicen que esa es su costumbre; yo personalmente creo que es el fin de los tiempos. Primero Sevilla, ahora Zaragoza, un merecido premio para ellas y sus gentes, un triste recordatorio para quienes ya no somos capaces de reconocernos ni en las calles de nuestra propia infancia.
1 comentario:
Aun recuerdo como paseaba mi "Barcelonidad" con orgullo por pueblecitos del Norte de Holanda o de la Alemania profunda, lugares donde Barcelona era como el Shangri-la o la ciudad de las promesas de Pione, arrancando ohs de admiración entre arquitectos, diseñadores y publicistas. Hace ya más de 20 años de eso y como otros he visto diluirse y perderse esa pasión e ilusión por enorgullecerme de vivir en una de las mejores ciudades del mundo. Puede que lo siga siendo, a buen seguro una de las más caras. Recordarás que a pesar de vivir en un pueblecito dentro de la gran urbe (nuestro barrio seguía de lejos los ritmos de la ciudad automarcandose los suyos propios en función de las necesidades de sus aldeanos), pero allí estábamos, bajando a merendar a antiguas granjas de reconocidísimas calles que hace tiempo dejaron paso a tiendas de postales de diseño para turistas; paseando con tranquilidad por callejuelas del centro donde el cruce con alguna prostituta "nacional" era mera anécdota y en las que la máxima sensación de peligro era la desorientación en un mar de pasajes, callejas, donde el borracho autóctono no suponía mayor inconveniente que la inversión de tiempo dedicado a oír su perorata.
Aquella ciudad perdió su encanto para mí hace tiempo. Busqué un lugar lejos de ella para vivir, un pueblecito donde recuperar las sensaciones que me habían acompañado en mi infancia, un lugar donde mis hijos pudieran salir a jugar a la calle y no dar por imposible todo lo que algún powerpoint nos recuerda que hacíamos y que hoy sería impensable reproducir en la ciudad, una casita con jardín, ese sueño prohibido.
Y ahora, como tantos otros, ya no siento nada, casi te he olvidado y no lo lamento, quizá la culpa fue de los que quisieron y quieren convertirte en una atracción turística, los mismos que ahora hacen viviendas de las oficinas en Paseo de Gracia, intentan emular a ciudades como Londres o Nueva York y se equivocan, esas ciudades siempre supieron escuchar a sus habitantes y crecieron a su ritmo, es triste, pero hay ciudades que cambian de rostro y se vuelven desconocidas incluso para sus propios moradores.
Que te vaya bien ciudad, ya no te necesito y no te añoro.
Alex Sánchez.
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