Una multitud de niños bien, hijos de buenas familias, muchos posibles, y vecinos de una de las zonas más exclusivas de Madrid, decidieron tomar la calle. Animados por el alcohol y envalentonados por sus compañeros se lanzaron a la siempre incierta aventura de enfrentarse a la policía. Y a falta de palacio de invierno, la estación no acompañaba, optaron por tratar de asaltar una comisaría, lo cual quizá sea indicador de su alto grado de entusiasmo etílico pero también de una total falta de inteligencia.
Finalmente veinte jóvenes fueron detenidos, lo que demuestra que tal vez el alcohol espese la cabeza pero a la hora de correr pone alas en los pies, o simplemente que los anti-disturbios y municipales no se emplearon a fondo con unos niños cuyos padres forman parte de la élite económica de este país o eso nos cuentan. La cuestión es que todo el alboroto tenía su origen en una cuestión de importancia vital para cualquier adolescente que se precie, exigían un lugar donde poder beber, sin ser molestados, hasta caer redondos.
Hace unos días un juez dictó sentencia: Esos veinte jóvenes no podrán salir de fiesta durante tres meses. Estarán sometidos a vigilancia y deberán estar en sus casas antes de las diez de la noche. En resumidas cuentas, el Sr. Juez se limitó a hacer lo que cualquier padre, de los de hace treinta años, hubiera hecho sin necesidad de estudiar derecho y resolviendo cualquier protesta o recurso con un par de hostias bien dadas, eso sí, con todo el dolor de su alma.
Realmente algo no acaba de funcionar bien, no solo cuando los jueces se convierten en el último recurso educativo, sino también cuando los padres, desautorizados por los actos de sus hijos en su función educadora, en lugar de cerrar la boca y acatar la sentencia, apoyan las acciones de sus vástagos anunciando recursos cuyo final será que los niñatos nunca deban cumplir el castigo establecido. Quizá esta decisión responda a un genuino convencimiento de inocencia, pero también podría ser una postura egoísta, ya que esa sentencia no solo castiga a los menores, sino que también obligará a sus padres a controlarlos durante ese periodo y eso puede significar que muchos planes paternos deban de ser anulados.
Llevo días preguntándome cuál hubiera sido el balance y la interpretación, si esa batalla campal hubiera tenido lugar en alguno de los barrios golpeados por la crisis y sus protagonistas hubieran sido jóvenes sin apenas oportunidades y unos padres, que en el mejor de los casos, solo conocen al vigilante de la zona azul. Es fácil imaginarse los titulares y las largas sesiones de terapias televisivas, donde expertos y periodistas, especularían durante horas sobre las profundas raíces sociológicas y psicológicas y las tremendas consecuencias futuras. Alguno incluso hubiera llegado a comparar lo ocurrido con las protestas en los barrios marginales parisinos. Pero por suerte para todos nosotros y nuestra capacidad de análisis, los responsables no han sido jóvenes ignorantes y pobres, sino niños bien vestidos y educados en las mejores escuelas que el dinero puede pagar. Sin embargo, da igual quienes hayan sido sus protagonistas, el paisaje después de la batalla es igual de desconcertante y desolador.
Finalmente veinte jóvenes fueron detenidos, lo que demuestra que tal vez el alcohol espese la cabeza pero a la hora de correr pone alas en los pies, o simplemente que los anti-disturbios y municipales no se emplearon a fondo con unos niños cuyos padres forman parte de la élite económica de este país o eso nos cuentan. La cuestión es que todo el alboroto tenía su origen en una cuestión de importancia vital para cualquier adolescente que se precie, exigían un lugar donde poder beber, sin ser molestados, hasta caer redondos.
Hace unos días un juez dictó sentencia: Esos veinte jóvenes no podrán salir de fiesta durante tres meses. Estarán sometidos a vigilancia y deberán estar en sus casas antes de las diez de la noche. En resumidas cuentas, el Sr. Juez se limitó a hacer lo que cualquier padre, de los de hace treinta años, hubiera hecho sin necesidad de estudiar derecho y resolviendo cualquier protesta o recurso con un par de hostias bien dadas, eso sí, con todo el dolor de su alma.
Realmente algo no acaba de funcionar bien, no solo cuando los jueces se convierten en el último recurso educativo, sino también cuando los padres, desautorizados por los actos de sus hijos en su función educadora, en lugar de cerrar la boca y acatar la sentencia, apoyan las acciones de sus vástagos anunciando recursos cuyo final será que los niñatos nunca deban cumplir el castigo establecido. Quizá esta decisión responda a un genuino convencimiento de inocencia, pero también podría ser una postura egoísta, ya que esa sentencia no solo castiga a los menores, sino que también obligará a sus padres a controlarlos durante ese periodo y eso puede significar que muchos planes paternos deban de ser anulados.
Llevo días preguntándome cuál hubiera sido el balance y la interpretación, si esa batalla campal hubiera tenido lugar en alguno de los barrios golpeados por la crisis y sus protagonistas hubieran sido jóvenes sin apenas oportunidades y unos padres, que en el mejor de los casos, solo conocen al vigilante de la zona azul. Es fácil imaginarse los titulares y las largas sesiones de terapias televisivas, donde expertos y periodistas, especularían durante horas sobre las profundas raíces sociológicas y psicológicas y las tremendas consecuencias futuras. Alguno incluso hubiera llegado a comparar lo ocurrido con las protestas en los barrios marginales parisinos. Pero por suerte para todos nosotros y nuestra capacidad de análisis, los responsables no han sido jóvenes ignorantes y pobres, sino niños bien vestidos y educados en las mejores escuelas que el dinero puede pagar. Sin embargo, da igual quienes hayan sido sus protagonistas, el paisaje después de la batalla es igual de desconcertante y desolador.
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