La sanidad pública española pierde posiciones respecto a otros sistemas públicos europeos. Evidentemente, ésta será la excusa utilizada por algunos para insistir en el discurso que presenta la iniciativa privada como la panacea que remediará todos los males que afectan a nuestra sanidad. Lo cierto es que tanta alabanza es injustificada y para sustentar esta afirmación no es necesario consultar a un nigromante o un brujo, sea de pago o del seguro, es suficiente con observar la quintaesencia de ese modelo sanitario que el Presidente Barack Obama pretende reformar.
Según las estadísticas, cuarenta y seis millones de personas en ese país carecen de atención sanitaria, pero este dato se queda corto y no contempla otros ochenta millones de ciudadanos cuya cobertura es insuficiente y estas cifras continúan incrementándose. Como consecuencia de la crisis, muchas empresas han recortado gastos transformando gran número de contratos a jornada completa en jornada parcial y esta modificación las exime de contratar seguros para ese tipo de empleados. Y éste no es un fenómeno nuevo, desde hace años muchas empresas se han visto imposibilitadas para contratar seguros médicos como consecuencia del constante incremento de su coste.
Dos de los grandes mitos utilizados como argumentos por los defensores de este modelo sanitario son su eficiencia económica y la calidad dispensada a los pacientes. Sin embargo, la realidad es tozuda y desmiente ambos tópicos. Los costes administrativos de las aseguradoras norteamericanas son de media de un 25%. En Europa, en el peor de los casos, no sobrepasan el 15% (en nuestro país están en torno al 10%). Si a esto le sumamos el anteriormente mencionado incremento de los costes para las empresas, podemos llegar a la conclusión de que el mayor reto para la competitividad de las empresas estadounidenses posiblemente resida en su modelo de sistema sanitario.
Por otra parte, la calidad de la atención es muy cuestionable en el momento que el objetivo de una aseguradora es obtener el máximo beneficio posible y con este fin tienen legiones de empleados, cuya única función es encontrar defectos de forma en los contratos con sus clientes para poder anularlos cuando a estos se les diagnostica una enfermedad grave. Además, los defensores de este sistema olvidan con excesiva facilidad un componente esencial en cualquier tratamiento médico, como son los medicamentos, ya que estos no son gratuitos y muchos asegurados en sus pólizas sólo tienen garantizado el diagnóstico, no el tratamiento. A diferencia de los sistemas públicos, donde las medicinas son gratuitas para jubilados y enfermos crónicos o parcialmente subvencionadas para el resto de la población.
Evidentemente, los sistemas sanitarios públicos tiene problemas, eso ni sus más firmes defensores lo niegan, la verdadera dificultad es determinar cuáles le son propios y cuáles son el resultado de intereses políticos y económicos empeñados en menospreciar y devaluar la sanidad pública. Quizá algunas listas de espera solo es posible explicarlas, no en razones de carácter técnico, sino por decisiones políticas dispuestas a utilizarlas como excusa para dar entrada a actores privados en nuestro sistema público. De todo esto solo podemos deducir una cosa con claridad, salud y beneficios económicos son dos cuestiones que casan con dificultad y a la vista de los hechos parecen excluirse una a la otra.
Según las estadísticas, cuarenta y seis millones de personas en ese país carecen de atención sanitaria, pero este dato se queda corto y no contempla otros ochenta millones de ciudadanos cuya cobertura es insuficiente y estas cifras continúan incrementándose. Como consecuencia de la crisis, muchas empresas han recortado gastos transformando gran número de contratos a jornada completa en jornada parcial y esta modificación las exime de contratar seguros para ese tipo de empleados. Y éste no es un fenómeno nuevo, desde hace años muchas empresas se han visto imposibilitadas para contratar seguros médicos como consecuencia del constante incremento de su coste.
Dos de los grandes mitos utilizados como argumentos por los defensores de este modelo sanitario son su eficiencia económica y la calidad dispensada a los pacientes. Sin embargo, la realidad es tozuda y desmiente ambos tópicos. Los costes administrativos de las aseguradoras norteamericanas son de media de un 25%. En Europa, en el peor de los casos, no sobrepasan el 15% (en nuestro país están en torno al 10%). Si a esto le sumamos el anteriormente mencionado incremento de los costes para las empresas, podemos llegar a la conclusión de que el mayor reto para la competitividad de las empresas estadounidenses posiblemente resida en su modelo de sistema sanitario.
Por otra parte, la calidad de la atención es muy cuestionable en el momento que el objetivo de una aseguradora es obtener el máximo beneficio posible y con este fin tienen legiones de empleados, cuya única función es encontrar defectos de forma en los contratos con sus clientes para poder anularlos cuando a estos se les diagnostica una enfermedad grave. Además, los defensores de este sistema olvidan con excesiva facilidad un componente esencial en cualquier tratamiento médico, como son los medicamentos, ya que estos no son gratuitos y muchos asegurados en sus pólizas sólo tienen garantizado el diagnóstico, no el tratamiento. A diferencia de los sistemas públicos, donde las medicinas son gratuitas para jubilados y enfermos crónicos o parcialmente subvencionadas para el resto de la población.
Evidentemente, los sistemas sanitarios públicos tiene problemas, eso ni sus más firmes defensores lo niegan, la verdadera dificultad es determinar cuáles le son propios y cuáles son el resultado de intereses políticos y económicos empeñados en menospreciar y devaluar la sanidad pública. Quizá algunas listas de espera solo es posible explicarlas, no en razones de carácter técnico, sino por decisiones políticas dispuestas a utilizarlas como excusa para dar entrada a actores privados en nuestro sistema público. De todo esto solo podemos deducir una cosa con claridad, salud y beneficios económicos son dos cuestiones que casan con dificultad y a la vista de los hechos parecen excluirse una a la otra.
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