La preocupación sobre el déficit público parece ser muy voluble. Mientras los bancos necesitaron dinero para sanear sus cuentas y la industria automovilística exigía que se concedieran ayudas a los compradores, todo el mundo, hasta los más ortodoxos ultraliberales afirmaban que incurrir en déficit era inevitable y necesario, una formula para evitar males mayores a la economía.
Sin embargo, una vez que los bancos no solo han saneado sus cuentas, gracias a nuestros impuestos, sino que también han incrementado su valor (y todo esto sin que ninguno de los errores que provocaron el desastre haya sido corregido), volvemos a oír hablar de forma insistente del dichoso déficit. Ahora, cuando llega el turno de proteger a los ciudadanos que han quedado desamparados por los excesos de ejecutivos impresentables, desquiciados y que continúan cobrando sus primas, es imperioso volver al déficit cero. Y precisamente son quienes más se beneficiaron de las ayudas públicas quienes exigen con más ardor ese retorno. Recuerdo una conversación con un viejo sindicalista curtido en la lucha antifranquista. Este hombre, ya jubilado, afirmaba que no entendía a la gente, ni tampoco la capacidad de aguante que mostraban ante medidas que treinta o cuarenta años antes hubieran provocado manifestaciones y protestas generalizadas. Ahora en cambio, proseguía, la gente se lo traga todo.
Seguramente tiene razón, si esos sinvergüenzas, acostumbrados a privatizar los beneficios y a socializar las pérdidas, se encontraran con cientos de miles de personas en la calle cada vez que pretendieran saquear nuestros bolsillos, seguramente se lo pensarían dos veces antes de tomar algunas decisiones. Posiblemente el capitán Marko Ramius en “La caza del octubre rojo” no andaba desencaminado y tuviera mucha razón cuando afirmaba que: “una pequeña revolución de cuando en cuando es algo saludable”, quizá no cambiarian las cosas, pero sí al menos refrescaría la memoria a algunos impresentables y los haría menos volubles.
Sin embargo, una vez que los bancos no solo han saneado sus cuentas, gracias a nuestros impuestos, sino que también han incrementado su valor (y todo esto sin que ninguno de los errores que provocaron el desastre haya sido corregido), volvemos a oír hablar de forma insistente del dichoso déficit. Ahora, cuando llega el turno de proteger a los ciudadanos que han quedado desamparados por los excesos de ejecutivos impresentables, desquiciados y que continúan cobrando sus primas, es imperioso volver al déficit cero. Y precisamente son quienes más se beneficiaron de las ayudas públicas quienes exigen con más ardor ese retorno. Recuerdo una conversación con un viejo sindicalista curtido en la lucha antifranquista. Este hombre, ya jubilado, afirmaba que no entendía a la gente, ni tampoco la capacidad de aguante que mostraban ante medidas que treinta o cuarenta años antes hubieran provocado manifestaciones y protestas generalizadas. Ahora en cambio, proseguía, la gente se lo traga todo.
Seguramente tiene razón, si esos sinvergüenzas, acostumbrados a privatizar los beneficios y a socializar las pérdidas, se encontraran con cientos de miles de personas en la calle cada vez que pretendieran saquear nuestros bolsillos, seguramente se lo pensarían dos veces antes de tomar algunas decisiones. Posiblemente el capitán Marko Ramius en “La caza del octubre rojo” no andaba desencaminado y tuviera mucha razón cuando afirmaba que: “una pequeña revolución de cuando en cuando es algo saludable”, quizá no cambiarian las cosas, pero sí al menos refrescaría la memoria a algunos impresentables y los haría menos volubles.
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