miércoles, 26 de mayo de 2010

Veinte años de ordenadores


Un aciago día de hace ya veinte años compré mi primer ordenador y, visto en retrospectiva, debo reconocer que la cagué. Hasta aquel momento, sin saberlo, era feliz, casi siempre escribía a mano y a veces, en las grandes ocasiones, recurría a una vieja máquina de escribir que entre castañuelas me había servido lealmente durante todo el bachillerato. Cualquier otro se hubiera conformado con aquella Olivetti que casi nunca se atascaba, pero yo era joven, irreflexivo y vivía tan fascinado por la tecnología que decidí meter la modernidad en casa. Desde entonces no he tenido un minuto de paz. La primera fue en la frente cuando descubrí que aquella máquina no solo era tonta sino que además te comunicabas con ella en un lenguaje que era una extraña variante del arameo llamado ms-dos. Tras instalar el primer programa, un juego por supuesto, me puse más serio e instalé un procesador de textos con el que escribí mi primer trabajo. Entonces recuperé la fe en mi inversión, aquello era una maravilla, escribías sin necesidad de recurrir al típex, tenía corrector ortográfico y los márgenes ya no eran un problema. Todo estupendo hasta que llegó el momento de pasarlo a papel y descubrí dos importantes carencias, necesitaba una impresora y no tenía pasta para comprarla, así que esa noche la pasé sumergido en el ruido de las castañuelas maldiciendo en arameo.

Más tarde llegaron nuevos descubrimientos, de la peor manera posible averigüé que los ordenadores podían ser infectados por virus, que sin causa aparente se quedaban colgados y que las copias de seguridad eran una forma de no perder la razón y, en un arrebato, lanzar el ordenador por la ventana. Poco a poco fui tomándole la medida y, cuando pensaba que ya todo estaba bajo control, llegó Internet. Entonces estaba advertido y mientras pude lo ignoré. Hasta que un día, al contestar negativamente a la pregunta de si tenía dirección de correo electrónico, me dio la impresión de que me miraban casi con asco. Me rendí cobardemente para descubrir que internet, como trampa, era mucho peor que el primer ordenador. No solo porque pudiera perder miles de horas en búsquedas absurdas y otras tantas en conversaciones más absurdas aún, ni siquiera porque la gente mintiera más que escribía, sino porque en ese instante el ordenador dejó de pertenecerme.

Ahora cada vez que lo enciendo me voy a dar una vuelta y vuelvo un rato más tarde cuando calculo que, si todo va bien, se habrá iniciado. Entonces me siento delante de él y comienza la fiesta, el antivirus que se actualiza o te recuerda cada dos minutos que debes renovarlo, el Windows de los huevos que con tu permiso o sin él se actualiza cuando le da la gana y se reinicia quieras o no cuando lo considera oportuno, obligándote a darte un nuevo paseo preguntándote porque el Bill Gates no se dedicó a la cocina. Y esos son los programas conocidos, luego salen aquellos de los que no solo desconocías su existencia sino también que los tuvieras instalados, requiriendo a cada momento tu atención. Y todo esto mientras sospechas que tu ordenador tiene una vida oculta y que quizá no sea un zombi pero desde luego con tanto anuncio sí parece un recinto ferial. Al final dedicas una gran parte del tiempo a cerrar ventanas mientras esperas, más o menos pacientemente, a que el programa que realmente necesitas logre abrirse camino entre tanto aviso.

Los expertos dicen que dentro de veinte años los ordenadores podrán ser controlados desde el cerebro sin necesidad de teclados y ratones, que internet podrá incorporarse a unas lentillas y con solo parpadear navegaras por la red. Y me pregunto, ¿están locos? No quiero ni pensar que sería de mi vida o de mi equilibrio nervioso con todas esas ventanas emergentes saltando en mi cerebro o que mientras sueño, un fabricante de refrescos me recuerde que gracias a su cortesía sueño con la Bullock o en lo mejor de la fantasía onírica ésta se interrumpa para dar paso a la publicidad. De hecho no solo me siento muy cómodo utilizando el ratón sino que también, cuando el ordenador se pone tonto, es mi fuente de alivio, no quisiera prescindir de un objeto que evita, por delegación, que muchas veces acabe dándome cabezazos contra la mesa cada vez que el ordenador se bloquea. Creo que si ese avance técnico llega de verdad, pasaré. Y esta vez lo digo en serio, no estoy dispuesto a sentarme delante del ordenador con el casco de la moto puesto guiñando los ojos como si sufriera un ataque nervioso.

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