miércoles, 6 de junio de 2012

Ray Bradbury


El viento se levantó en las alturas. El sol se puso, y la habitación pareció de pronto más fría y pequeña.
—Quisiera recordar —dijo Ylla rompiendo el silencio y mirando a lo lejos, más allá de la figura de su marido, frío, erguido, de mirada amarilla.
—¿Qué quisieras recordar? - preguntó el señor K bebiendo un poco de vino.
—Aquella canción —respondió Ylla—, aquella dulce y hermosa canción. Cerró los ojos y tarareó algo, pero no la canción. —La he olvidado y no se por qué. No quisiera olvidarla.
Quisiera recordarla siempre.
Movió las manos, como si el ritmo pudiera ayudarle a recordar la canción. Luego se recostó en su silla.
— No puedo acordarme - dijo, y se echó a llorar.
— ¿Por qué lloras? - le preguntó su marido.
— No sé, no sé, no puedo contenerme. Estoy triste y no sé por qué. Lloro y no sé por qué.
Lloraba con el rostro entre las manos; los hombros sacudidos por los sollozos.
—Mañana te sentirás mejor - le dijo su marido.
Ylla no lo miró. Miró únicamente el desierto vacío y las brillantísimas estrellas que aparecían ahora en el cielo negro, y a lo lejos se oyó el ruido creciente del viento y de las aguas frías que se agitaban en los largos canales. Cerró los ojos, estremeciéndose.
—Sí —dijo—, mañana me sentiré mejor.

Ylla. Crónicas marcianas.

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