Dicen los expertos que los días de vino y rosas han terminado, ahora toca mantenerse sobrios y apretarse el cinturón. Pero estos analistas de gráficas y estadísticas, a fuerza de observar la vida a través de columnas coloreadas de rosa, no se percatan o no quieren hacerlo, de que la realidad para muchos ciudadanos es ya desde hace tiempo de una obligada abstinencia, y que a fuerza de apretarse el cinturón ya no les quedan agujeros en él, ni aire que expulsar para poder seguir sus consejos.
Independientemente de si ha sido una fiesta o un partido de fútbol (los numerosos pelotazos justifican la duda), aún está por demostrar que este largo periodo de crecimiento haya sido aprovechado para sentar las bases de una economía más sólida y una sociedad más justa o sólo ha sido una alucinación provocada por el calentón inmobiliario. Sólo cuando la fiebre ceda, y ya ha empezado, podremos comprobar el verdadero impacto económico y social de estos años, y si el saldo de esta política económica rendida al ladrillo y a sus intereses es deudor o acreedor.
No soy excesivamente optimista, es el precio de seguir algunos consejos y mantenerse sobrio, nuestra sociedad ha visto desaparecer una gran parte de su patrimonio territorial y natural engullido por las recalificaciones, y a cambio no ha obtenido ningún beneficio. Nuestra competitividad se ha fundamentado en salarios bajos y no en una mayor productividad. El consumo no se ha sostenido sobre un mayor poder adquisitivo de los ciudadanos, sino en su endeudamiento. La fiesta del ladrillo sólo ha sido posible gracias a nuestro esfuerzo financiero, y cuando finalmente ha llegado la tantas veces anunciada recesión, crisis o como diablos se llame ahora, muchos ciudadanos continuarán teniendo que hacer frente, en peores condiciones, a los compromisos económicos contraídos para comprar una vivienda, mientras los principales beneficiados de este esfuerzo disfrutan plácidamente de su resaca. Y esto me preocupa, porque si este país, aparentemente es capaz de generar mucha riqueza, aún parece incapaz de redistribuirla y de evitarse asimismo la vergüenza de que un veinte por ciento de sus conciudadanos vivan en el umbral de la pobreza, y sospecho que será también incapaz de evitar que este porcentaje en tiempos difíciles no se incremente.
No nos engañemos, Trichet lo ha dejado muy claro, la prioridad es combatir la inflación. Los tipos de interés no bajarán y los salarios no pueden esperar seguir el ritmo de la inflación. Toda una declaración de intenciones. Quizá hubo días de vino y rosas, pero ahora sólo nos queda la desamparada soledad de Lee Remick alejándose por una calle iluminada por el neón de un bar. ¿O era el de un banco? Ya casi no lo recuerdo.
Independientemente de si ha sido una fiesta o un partido de fútbol (los numerosos pelotazos justifican la duda), aún está por demostrar que este largo periodo de crecimiento haya sido aprovechado para sentar las bases de una economía más sólida y una sociedad más justa o sólo ha sido una alucinación provocada por el calentón inmobiliario. Sólo cuando la fiebre ceda, y ya ha empezado, podremos comprobar el verdadero impacto económico y social de estos años, y si el saldo de esta política económica rendida al ladrillo y a sus intereses es deudor o acreedor.
No soy excesivamente optimista, es el precio de seguir algunos consejos y mantenerse sobrio, nuestra sociedad ha visto desaparecer una gran parte de su patrimonio territorial y natural engullido por las recalificaciones, y a cambio no ha obtenido ningún beneficio. Nuestra competitividad se ha fundamentado en salarios bajos y no en una mayor productividad. El consumo no se ha sostenido sobre un mayor poder adquisitivo de los ciudadanos, sino en su endeudamiento. La fiesta del ladrillo sólo ha sido posible gracias a nuestro esfuerzo financiero, y cuando finalmente ha llegado la tantas veces anunciada recesión, crisis o como diablos se llame ahora, muchos ciudadanos continuarán teniendo que hacer frente, en peores condiciones, a los compromisos económicos contraídos para comprar una vivienda, mientras los principales beneficiados de este esfuerzo disfrutan plácidamente de su resaca. Y esto me preocupa, porque si este país, aparentemente es capaz de generar mucha riqueza, aún parece incapaz de redistribuirla y de evitarse asimismo la vergüenza de que un veinte por ciento de sus conciudadanos vivan en el umbral de la pobreza, y sospecho que será también incapaz de evitar que este porcentaje en tiempos difíciles no se incremente.
No nos engañemos, Trichet lo ha dejado muy claro, la prioridad es combatir la inflación. Los tipos de interés no bajarán y los salarios no pueden esperar seguir el ritmo de la inflación. Toda una declaración de intenciones. Quizá hubo días de vino y rosas, pero ahora sólo nos queda la desamparada soledad de Lee Remick alejándose por una calle iluminada por el neón de un bar. ¿O era el de un banco? Ya casi no lo recuerdo.
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