Todos recordamos las batallas de globos llenos de agua de la infancia, estallando, causando bajas en nuestras filas y en las del enemigo, y algún que otro daño colateral en forma de profesor o peatón indignado. Demasiado indignados para tan poca cosa, todo el mundo sabe que el agua, mientras no llega a los pulmones no es peligrosa. Evidentemente estoy narrando las hazañas bélicas de otros, llevo treinta años manteniendo la misma versión: “Yo sólo miraba”. Porque pese al tiempo transcurrido, para algunos las faltas de la infancia nunca prescriben, y a estas alturas para evitar una extemporánea, injusta y retroactiva “colleja” me remito a mi primera declaración: “Yo sólo miraba”.Y si bien mi reiterada experiencia como observador no hizo de mi el niño más sincero del colegio, sí en cambio me hizo mucho más sabio, y soy muy capaz de diferenciar cuando una inocente batalla infantil comienza a descontrolarse y corre el riesgo de degenerar en una batalla campal, donde no se respeta ni a profesores ni a peatones.
Mientras son los niños los que se pelean, al menos los que yo recuerdo, aquellos que crecieron con la televisión en blanco y negro, sin móviles y cuyas manifestaciones de creatividad infantil, mal llamadas por alguno gamberradas, se hacían en la clandestinidad y sólo quedaban grabadas en la memoria de sus protagonistas, la sangre nunca llega al río. Pero cuando son los adultos quienes se ponen a jugar con globos, llaman a la prensa para anunciar el combate y a falta de agua los llenan de piedras, las cosas pueden ponerse más serias y posiblemente las consecuencias sean mucho más dolorosas y perdurables que el frecuente, pero no por eso menos traumático “no vuelves a ver la televisión hasta que te vayas a la mili”.
Pero los niños y algunos adultos compartimos una par de interesantes cualidades: una gran capacidad para eludir nuestras responsabilidades y la de encontrar rápidamente culpables que nos permitan si no escurrir el bulto, como mínimo desviar la atención el tiempo necesario para inventar una buena historia. Ahora a dos meses del inicio de la temporada turística, nos damos cuenta de que este año apenas ha llovido (como si esto fuera una excepción en nuestro clima) y que posiblemente debamos asumir restricciones en el suministro de agua. Y si bien a los ciudadanos arraigados en el territorio no nos queda más remedio que aceptarlas con resignación, nuestros visitantes quizá se plateen otros destinos turísticos donde la ducha no deba ser sustituida por toallitas húmedas.
Ahora después de años de avisos de esos alarmistas y chalados ecologistas, nos encontramos con la cruda realidad, falta agua y la poca que queda se ha transformado en gasolina que sólo necesita una chispa para incendiar las relaciones entre ciudades, comunidades y administraciones. Pero no hay problema, siempre y cuando se tenga a mano un culpable. Y parece que los agricultores y ganaderos tienen todos los puntos para convertirse en los malos de este drama anunciado, ya que tienen la exótica y esperpéntica costumbre de utilizar agua y tierra para producir alimentos, como si en los supermercados no hubiera ya suficientes. Es verdad que en algunos lugares aún utilizan acequias y técnicas de riego propias del siglo XII y que renovando e innovando este consumo se podría reducir notablemente. Pero esto sólo es una parte del problema y desde mi punto de vista no la más importante. Deberíamos preguntarnos en este sano ejercicio de buscar responsabilidades, si enladrillar prácticamente todo el litoral ha sido una buena idea. Quizá esta urbanización salvaje y la destrucción sistemática de entornos naturales ha contribuido a intensificar unas condiciones metereológicas ya de por si poco generosas en términos de lluvia. Deberíamos preguntar si nuestro modelo de crecimiento económico ha sido acorde con nuestros recursos naturales y si la proliferación de campos de golf ha podido influir en la actual escasez de agua. O simplemente, si una creciente presión demográfica contando con unos recursos decrecientes no acabaría por generar problemas. Y para esto no se necesita un máster, se aprende en primaria, y es tan sencillo como que dos y dos son cuatro.
Pero mientras las recalificaciones, las licencias de obra y el ladrillo han dado dinero, aparentemente a nadie ha preocupado la cuestión y como única previsión de futuro nos hemos encomendado al altísimo y a la caprichosa metereología mediterránea. Así que nadie debería sorprenderse si este verano predominan las nubes en todo el país y si estas en lugar de lluvias traen granizadas persistentes y generalizadas.
Mientras son los niños los que se pelean, al menos los que yo recuerdo, aquellos que crecieron con la televisión en blanco y negro, sin móviles y cuyas manifestaciones de creatividad infantil, mal llamadas por alguno gamberradas, se hacían en la clandestinidad y sólo quedaban grabadas en la memoria de sus protagonistas, la sangre nunca llega al río. Pero cuando son los adultos quienes se ponen a jugar con globos, llaman a la prensa para anunciar el combate y a falta de agua los llenan de piedras, las cosas pueden ponerse más serias y posiblemente las consecuencias sean mucho más dolorosas y perdurables que el frecuente, pero no por eso menos traumático “no vuelves a ver la televisión hasta que te vayas a la mili”.
Pero los niños y algunos adultos compartimos una par de interesantes cualidades: una gran capacidad para eludir nuestras responsabilidades y la de encontrar rápidamente culpables que nos permitan si no escurrir el bulto, como mínimo desviar la atención el tiempo necesario para inventar una buena historia. Ahora a dos meses del inicio de la temporada turística, nos damos cuenta de que este año apenas ha llovido (como si esto fuera una excepción en nuestro clima) y que posiblemente debamos asumir restricciones en el suministro de agua. Y si bien a los ciudadanos arraigados en el territorio no nos queda más remedio que aceptarlas con resignación, nuestros visitantes quizá se plateen otros destinos turísticos donde la ducha no deba ser sustituida por toallitas húmedas.
Ahora después de años de avisos de esos alarmistas y chalados ecologistas, nos encontramos con la cruda realidad, falta agua y la poca que queda se ha transformado en gasolina que sólo necesita una chispa para incendiar las relaciones entre ciudades, comunidades y administraciones. Pero no hay problema, siempre y cuando se tenga a mano un culpable. Y parece que los agricultores y ganaderos tienen todos los puntos para convertirse en los malos de este drama anunciado, ya que tienen la exótica y esperpéntica costumbre de utilizar agua y tierra para producir alimentos, como si en los supermercados no hubiera ya suficientes. Es verdad que en algunos lugares aún utilizan acequias y técnicas de riego propias del siglo XII y que renovando e innovando este consumo se podría reducir notablemente. Pero esto sólo es una parte del problema y desde mi punto de vista no la más importante. Deberíamos preguntarnos en este sano ejercicio de buscar responsabilidades, si enladrillar prácticamente todo el litoral ha sido una buena idea. Quizá esta urbanización salvaje y la destrucción sistemática de entornos naturales ha contribuido a intensificar unas condiciones metereológicas ya de por si poco generosas en términos de lluvia. Deberíamos preguntar si nuestro modelo de crecimiento económico ha sido acorde con nuestros recursos naturales y si la proliferación de campos de golf ha podido influir en la actual escasez de agua. O simplemente, si una creciente presión demográfica contando con unos recursos decrecientes no acabaría por generar problemas. Y para esto no se necesita un máster, se aprende en primaria, y es tan sencillo como que dos y dos son cuatro.
Pero mientras las recalificaciones, las licencias de obra y el ladrillo han dado dinero, aparentemente a nadie ha preocupado la cuestión y como única previsión de futuro nos hemos encomendado al altísimo y a la caprichosa metereología mediterránea. Así que nadie debería sorprenderse si este verano predominan las nubes en todo el país y si estas en lugar de lluvias traen granizadas persistentes y generalizadas.
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