Cuarenta y seis niños murieron hace unas semanas en la India como consecuencia de unos ensayos farmacéuticos. Muchas multinacionales aprovechando que la muerte en esas latitudes es mucho más asequible y las legislaciones se dejan seducir fácilmente por el dinero, deslocalizan sus experimentos a lugares donde los gobiernos están dispuestos a sacrificar a sus ciudadanos con tal de recibir inversiones. Y éstas, como ocurre casi siempre cuando un gobierno apela al bien común, solo beneficiarán a quienes se muestran tan obsequiosos con la vida ajena.
No debemos escandalizarnos, estamos en el siglo del mercadeo en el cual todo es negocio o negociable. Así que cuando ya no queda nada por vender, la competencia reduce los márgenes de beneficio o las inversiones se desvían a lugares más cálidos, se impone buscar nuevas oportunidades y éstas acaban re-descubriendo o actualizando viejos negocios y el tráfico de carne humana, gracias a su excelente rentabilidad, siempre ha sido una mercancía muy codiciada.
Esos gobiernos, empeñados en alcanzar un hipotético e intangible futuro bienestar para sus pueblos, ponen a disposición del mejor postor el presente de indefensos ciudadanos; a su favor juegan la ignorancia y la desesperación de madres incapaces de alimentar a sus hijos, incapaces de curarlos de esa maldita enfermedad llamada pobreza, dispuestas a confiar sus almas al diablo o a la medicina con tal de que sus hijos sean atendidos y curados. Da igual que el tratamiento sea experimental, eso cuando alguien se toma la molestia de informarlas de esa peculiar condición, es indiferente que firmen documentos de compromiso eximiendo de responsabilidades a quienes cobran por convencerlas. Si no se sabe leer y la vida de un hijo depende de una equis sobre un papel, nadie resiste la tentación y tratando de salvaguardar la vida acaban condenándola.
Cuando las cosas vayan mal nadie las consolará ni las indemnizará, nadie agradecerá su involuntario sacrificio y lo peor de todo, si la medicina del hombre blanco llega a funcionar, otras madres, vecinas de las abajo firmantes, nunca podrán beneficiarse de ese medicamento. Ya estará sujeto a patente y para poder acceder a él necesitarían vivir cien vidas y ver morir a otros tantos hijos o tener la suerte de parir en un país donde la seguridad social paga los caprichos y desvaríos de unas farmacéuticas para las que la incomparecencia del doctor Mengele en Nuremberg parece legitimar sus métodos.
No debemos escandalizarnos, estamos en el siglo del mercadeo en el cual todo es negocio o negociable. Así que cuando ya no queda nada por vender, la competencia reduce los márgenes de beneficio o las inversiones se desvían a lugares más cálidos, se impone buscar nuevas oportunidades y éstas acaban re-descubriendo o actualizando viejos negocios y el tráfico de carne humana, gracias a su excelente rentabilidad, siempre ha sido una mercancía muy codiciada.
Esos gobiernos, empeñados en alcanzar un hipotético e intangible futuro bienestar para sus pueblos, ponen a disposición del mejor postor el presente de indefensos ciudadanos; a su favor juegan la ignorancia y la desesperación de madres incapaces de alimentar a sus hijos, incapaces de curarlos de esa maldita enfermedad llamada pobreza, dispuestas a confiar sus almas al diablo o a la medicina con tal de que sus hijos sean atendidos y curados. Da igual que el tratamiento sea experimental, eso cuando alguien se toma la molestia de informarlas de esa peculiar condición, es indiferente que firmen documentos de compromiso eximiendo de responsabilidades a quienes cobran por convencerlas. Si no se sabe leer y la vida de un hijo depende de una equis sobre un papel, nadie resiste la tentación y tratando de salvaguardar la vida acaban condenándola.
Cuando las cosas vayan mal nadie las consolará ni las indemnizará, nadie agradecerá su involuntario sacrificio y lo peor de todo, si la medicina del hombre blanco llega a funcionar, otras madres, vecinas de las abajo firmantes, nunca podrán beneficiarse de ese medicamento. Ya estará sujeto a patente y para poder acceder a él necesitarían vivir cien vidas y ver morir a otros tantos hijos o tener la suerte de parir en un país donde la seguridad social paga los caprichos y desvaríos de unas farmacéuticas para las que la incomparecencia del doctor Mengele en Nuremberg parece legitimar sus métodos.
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