miércoles, 6 de octubre de 2010

Deudas de guerra

El pasado uno de octubre Alemania terminó de pagar las reparaciones de guerra impuestas por el Tratado de Versalles en 1919. Los tataranietos de aquellos que lucharon y murieron en la Gran Guerra, como fue conocida en su época, finalmente han terminado de pagar las deudas, solo se han necesitado noventa y un años para que la factura quedara definitivamente liquidada. Millones de jóvenes, primero henchidos de proclamas patrióticas, después porque no les quedó más remedio, fueron conducidos sin ningún escrúpulo ni remordimiento a una enorme trituradora que solo se detuvo cuando ya no quedó carne con la que alimentarla.

Los mismos necios cuya incompetencia mató, mutiló y embruteció a toda una generación, en un gesto coherente con su ineptitud y miopía, acabaron firmando una paz que, a la postre, solo resultó ser una tregua de veinte años. Creo que el último hombre que combatió en la primera guerra mundial falleció en el 2009. Ninguno de los testigos sobrevivió a la carga económica del conflicto, no vivieron lo suficiente para ver cómo la deuda, manchada de sangre y barro, era saldada. Nuestras existencias son demasiado breves para pagar por todas nuestras equivocaciones y, éstas, no solo son persistentes, sino que, inevitablemente, alguien en el futuro tendrá que asumir nuestros errores. Y si el pasado es sencillo de olvidar, el futuro es otra cuestión, especialmente cuando adquiere la forma de un vientre abultado o la de un niño correteando por un pasillo.

Vivimos nuestro futuro como especie entre la complacencia y la indiferencia, cuando éste nos inquieta miramos en otra dirección y nuestra mirada siempre acaba con un encogimiento de hombros o mostrando una irresponsable e irreflexiva confianza en la tecnología. La misma confianza que debieron mostrar los estrategas de principios del siglo XX en unas tecnologías que creían que haría posible que, la guerra que se disponían a librar fuese, no solo breve, sino también la última. Lamentablemente las soluciones mágicas no existen, la Ciencia tiene sus límites y nuestro problema como especie no es una cuestión de maquinas, sino de actitud. Podemos arrasar nuestro planeta, convertirlo en un erial, arrancarle hasta el último gramo de su aliento y luego morirnos con la confianza de que las consecuencias serán para otros. Pero al menos tengamos la valentía de decirles a nuestros hijos, que si ellos y los hijos de sus hijos son condenados a una existencia miserable sobre una tierra yerma, no culpen a los dioses ni al destino, sino a quienes no hicieron nada por preservar su futuro.

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