lunes, 28 de noviembre de 2011

Trabajos para niños


No soy un experto en Charles Dickens, pero estoy convencido de que era un gran conocedor de la naturaleza humana, de su mundo y también de las posibilidades reales de promoción social de los individuos nacidos en la pobreza. El autor y sus lectores eran conscientes de que las sonrisas del destino en su tiempo eran escasas e improbables; posiblemente era comúnmente aceptado que abandonar la pobreza no era una cuestión de esfuerzo personal, dedicado en gran parte a la simple supervivencia, sino fundamentalmente de un golpe de suerte en forma de misterioso benefactor. Nadie se engañaba respecto al destino y las posibilidades de los pobres, todos sabían que en la Inglaterra de principios del siglo XIX nadie se hacía rico trabajando en las fábricas, ni vendiendo periódicos en las calles. Y las cosas, desde entonces, siguen más o menos igual. Culturalmente nos bombardean con historias de éxitos, con las biografías de personajes de infancias difíciles que gracias al esfuerzo, tesón y en ocasiones a la falta de escrúpulos, lograron hacerse millonarios, obviando el hecho de que los éxitos son la excepción y los intentos fallidos la norma.

Si bien las posibilidades de promoción social han continuado siendo las mismas que en tiempos de Dickens, al menos la interpretación y percepción de la pobreza parecían haber cambiado. Ya no era considerada una tara determinada por la herencia genética, sino el resultado de unas condiciones de desigualdad económica y de falta de oportunidades que con las políticas sociales adecuadas podían reducirse. De hecho, la estadística demuestra que si das los instrumentos adecuados a las personas para salir de la pobreza, en la mayoría de las ocasiones lo logran. Todas estas evidencias son intencionadamente ignoradas por ideólogos de carácter conservador, dispuestos a negar la evidencia y a reducir la pobreza a una decisión individual, a una carga colectiva de la que conviene desprenderse, pues sólo es un componente parasitario de nuestras sociedades.

En este contexto, cualquier propuesta, incluso la más disparatada, es tomada en consideración. Por ejemplo, en la delirante carrera mantenida por los diferentes candidatos a la nominación para la presidencia de los EEUU por el partido republicano, el senador Newt Gingrich, representante del Tea Party, propuso que las escuelas de los Estados Unidos con alumnos “desfavorecidos” despidieran a los empleados de mantenimiento sindicados (los no sindicados posiblemente podrían continuar trabajando) y que la limpieza de estos centros fuera realizada por los alumnos mayores de nueve años, ya que las leyes laborales infantiles eran “estúpidas”, argumentando “que mucha gente con éxito comenzó sus primeros trabajos entre los 9 y 14 años. Todos ellos vendían periódicos de puerta a puerta, hacían algo (¿Estudiar?) o lavaban automóviles". Si su intención era llamar la atención debemos reconocer que el discurso de inspiración “dickensiana” logró su objetivo, su popularidad ascendió rápidamente.

Evidentemente, los descerebrados dispuestos a vender a los hijos de otros para rascar algo de poder son inevitables. Es una verdad indiscutible que, en esta vida, es más fácil ser un cabrón que ser una buena persona, aunque no están tan claras las razones por las que personas honradas se dejan llevar por estos tipos y acaban convencidas de que la solución a sus problemas es una cuestión de estrangular a los más indefensos. Es cierto que el miedo necesita culpables, y siempre habrá un desaprensivo dispuesto a señalar a un inocente para imputarle la responsabilidad de todas nuestras desgracias. Pero vayamos con cuidado, no vaya a ser que el pánico acabe cegándonos y nos impida ver el riesgo cierto de que esos niños “desfavorecidos”, condenados a limpiar la mierda que algunos expulsan por la boca, puedan ser nuestros hijos.

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