Indocumentado
No existen días tranquilos en una comisaría, ni tampoco historias aburridas. Y el tipo que tenía delante era la confirmación de estas dos afirmaciones. No, no soy policía, ni tampoco periodista, simplemente tengo la costumbre de escuchar conversaciones ajenas. Pueden pensar que la mía es una costumbre despreciable o como mínimo una mala costumbre. Nada más lejos de la verdad, es una fuente constante de inspiración y de reflexión sobre la vida, por eso yo prefiero considerarme un sociólogo aficionado o un antropólogo amateur.
Aquella madrugada me encontraba en comisaría para unos trámites sin importancia, por una simple cuestión de versiones. Según el agente que me acompañó hasta allí, yo “no solo mostraba evidentes síntomas de embriaguez, sino que ante su requerimiento para que bajase de la estatua ecuestre a la que me había subido a orinar, le respondí agrediéndole con un intenso y abundante chorro de orina". Eso según su versión, la mía difería notablemente. Yo sólo subí a aquella estatua para poder contemplar el paisaje urbano desde su pedestal. Mi supuesta agresión, fue únicamente un desafortunado accidente resultado del sobresalto que me produjo la presencia de la autoridad y por supuesto, mi presunta embriaguez solo era, como dijo aquel abogado de nombre Cosme, un simple “pedete lúcido”.
Mientras esperaba mi turno, tuve la oportunidad de escuchar una conversación sumamente inquietante. Un agente de policía, con cara de cansancio y pocos amigos, trataba de redactar un informe frente al ordenador. Le preguntaba a un tipo bastante desaliñado, vestido con ropa de calidad, pero envejecida. Sin llegar aún a estar sucio, empezaba a mostrar signos de necesitar un baño en condiciones. No hubiera prestado más atención a esta conversación, demasiado ocupado estaba yo tratando de encontrar una explicación razonable para estar subido a aquella estatua, si no hubiera sido por un detalle que me hizo olvidar mis posibles alegatos de inocencia y prestar atención a la conversación. Cuando el policía le preguntó su nombre al tipo desaliñado, este contestó:
-No estoy seguro.
El policía se quedó un poco perplejo.
– ¿Cómo que no está seguro de su nombre?
-Esa es la razón de que esté aquí, agente- contestó el tipo un poco nervioso.
El policía pareció respirar aliviado. Yo por el contrario estaba decepcionado, seguramente solo sería un caso de amnesia, lo enviarían al hospital y el agente podría terminar su turno a tiempo. Pero si esta posibilidad era su esperanza de tener un fin de turno tranquilo, pronto quedó decepcionado y por supuesto, yo encantado.
-Quiere decir- preguntó el policía tratando de llevar el tema al mundo de lo tangible y de los trámites simplificados -¿que no recuerda su nombre?
-No, no señor. Quiero decir que no estoy seguro de cuál es mi nombre, de hecho estoy aquí para denunciar un robo.
El agente sonrió levemente, no era amnesia. Pero debió pensar que un robo tampoco estaba nada mal, de hecho era mucho mejor, las denuncias por robo son las más sencillas de rellenar.
-¿Qué le han robado?- preguntó el agente solícito.
-Mi identidad señor, me han robado mi identidad.
El agente tardó un poco en reaccionar ante la declaración del individuo. Yo en cambio soy mucho más rápido y fingiendo estirar las piernas me acerqué un poco más a ellos para poder escuchar mejor la conversación.
-Pero oiga, ¿cómo pueden robarle la identidad a una persona?- dijo el policía.
-Pues por eso estoy aquí, quiero que lo averigüen.
El cansado agente resopla resignado, pensando que delante tiene a un auténtico chalado.
-No me mire así- se defiende el pobre hombre de la mirada del agente, el cual decide cambiar de estrategia.
-¿Ha bebido usted?- pregunta sin contemplaciones.
Iba a contestar pero justo antes de hacerlo me di cuenta de que la pregunta no iba dirigida a mí.
-No, no bebo nunca-. Responde el supuesto chalado.
-¿Toma algún tipo de medicación?
-No señor, salvo que los caramelos para la garganta sean considerados un medicamento.
-No, no me refería a ese tipo de medicación- contesta el agente. Mira al individuo que tiene delante y su aspecto le confirma las palabras del consumidor de 'juanolas'. Parece sobrio.
-De acuerdo-, dice el policía resignado -cuénteme su historia-. Y entonces el individuo contó la historia más extraña que nunca antes había escuchado.
-Todo empezó el miércoles de la pasada semana. Como cada mañana me despedí de mi esposa y salí de casa camino del trabajo. Pero cuando estaba en la autopista me di cuenta de que no llevaba la cartera. -Quizá la he olvidado en casa- pensé – pero a esa hora ya no había nadie allí y decidí esperar a la noche para comprobarlo. Estaba absolutamente seguro de haberla olvidado, en ningún momento se pasó por mi cabeza la posibilidad de haberla perdido. Y cuando llegué al trabajo ya no pensé más en el asunto. Aparte de las llaves de casa, del coche y algunas monedas sueltas en los bolsillos, no llevaba nada más, ni tarjetas, ni documentos.
El día pasó rápido en el trabajo, con esa fortuna en el bolsillo ni siquiera pude comer. Cuando salí del trabajo ya era tarde, no era nada inusual, así era casi todos los días y llegué a casa cuando ya eran bien pasadas las diez de la noche. Abrí la puerta y al entrar un tipo que me resultaba vagamente familiar me preguntó quién era.
Sorprendido retrocedí, quizá me había equivocado, estas casas adosadas son todas iguales. Pero había abierto con mi llave, así que volví hasta el umbral de la puerta para comprobar el número. Apareció mi mujer preguntando al hombre que quién era el tipo de la entrada y anunciándome que ya había llamado a la policía.
Me invitaron a salir de “su” casa, a lo que por supuesto me negué. Aparecieron mis hijos asustados y llamaron a aquel tipo 'papá', y mi perro, ¡mi propio perro!, aquel inútil que solo sabía comer y cagar, que en su vida había ladrado a nadie, ahora lo hacía contra mí y encima enseñaba los dientes y tenía el vello erizado. ¡Si hasta logró que le tuviera miedo!
Finalmente apareció la policía y me pidió la documentación. Yo claro, no pude identificarme, pero exigí que identificaran al tipo a quién mis hijos habían llamado papá. Casi me caigo de culo cuando el tipo en cuestión, sacó mi cartera de su bolsillo y les enseñó mi documento de identidad.
Nadie pareció reparar en el detalle, pese a mi insistencia, de la falta de parecido entre el individuo y la foto del carné, ni tampoco en mi parecido con la cara de la foto. Yo siempre he sido más bien bajito, con gafas y entradas. Incluso en una foto tomada hacía tres años las diferencias eran evidentes. De nada sirvieron mis protestas, ni llamar a mis hijos por su nombre. Acabé en la calle con la exigencia de los agentes de que 'circulara'. Según ellos podía considerarme afortunado de no ser detenido, ya que los propietarios de la casa no habían querido presentar denuncia. Pero si persistía en molestar a esa familia acabaría en comisaría y allí ni los mirones, ni los tipos que conocen el nombre de los hijos de otras personas eran bien recibidos.
Aún anonadado me puse a andar sin saber muy bien a dónde ir. Finalmente caí en la cuenta de porqué ese tipo me resultaba familiar, era el instalador de la televisión por cable. Me había cruzado con él esa mañana al salir de casa y habíamos tropezado, debió de ser en ese momento cuando se me cayó la cartera.
Pasé esa noche en el coche y por la mañana, aún confuso y sin saber muy bien que hacer, volví a mi trabajo. Cuando llegué oí risas, algo poco habitual. Para mí el trabajo siempre ha sido ante todo seriedad y no permitía ciertas conductas en mi departamento. Entré dispuesto a pegar un par de voces, pero me quedé de piedra, aquel tipo desde la puerta de mi despacho bromeaba con todo el mundo, incluso el director general estaba allí, tratándolo como a un amigo de toda la vida, y riéndose como un loco. En quince años nunca antes había visto a nadie tratar al director general con esa familiaridad y confianza. Me senté en una silla en la recepción y me quedé allí hasta la hora de la comida. Nadie pareció reparar en mí. Todo el mundo salió puntualmente y parecían ir a almorzar con mi sustituto, algo que yo nunca hubiera hecho. Incluso delante de mí, dió la tarde libre a uno de los administrativos para que pudiera acompañar a su esposa al ginecólogo. Inaudito, me di cuenta de que en cuestión de horas yo había desaparecido totalmente, no podía competir con aquel tipo con el entusiasmo de un relaciones públicas. Entonces la recepcionista reparó en mí y me preguntó qué deseaba. No supe que contestar, me levanté sin decir nada y volví a salir a la calle.
Después de eso he estado vagando unos días por la ciudad. La verdad, no reprocho ni a mis hijos ni a mi esposa haber aceptado a aquel tipo con tanta facilidad, apenas tenía trato con ellos. A mis hijos a lo sumo los veía un rato cada día y algún fin de semana de vez en cuando. No me extraña ser un desconocido para ellos, ni tampoco para los empleados de mi departamento. Yo era eficaz, más bien diría muy eficaz, pero la mía era una eficacia mediocre, gris y asfixiante. En resumen, era una persona insensible respecto a mi familia, sólo interesado en el trabajo, de hecho, si en aquel momento me hubieran preguntado que grado cursaba mi hijo, hubiera sido incapaz de responder.
Puedo entender los motivos de mi familia y empleados para olvidarse tan rápidamente de mí, pero me cuesta aceptarlos, por eso estoy aquí. Quiero recuperar mi vida. Llevo diez días durmiendo en un hostal para indigentes, no puedo registrarme en la oficina de empleo, no puedo abrir una cuenta bancaria, no puedo enviar un currículum, no puedo hacer absolutamente nada, no existo, soy invisible...
-De hecho- le interrumpió el policía -no puede presentar ni una denuncia.
El tipo suspiró resignado. -Ya lo suponía- dijo. Se levantó, dio las gracias y se encaminó hacía la puerta.
Pero el agente parecía conmovido y le invitó a sentarse de nuevo. Después de mirarme con desconfianza, con un volumen de voz que me hizo sentir orgulloso de mi oído, le dijo:
-¿Usted cree que yo siempre he sido policía? Hasta hace dos años era comercial, un trabajo aburrido, sin expectativas, siempre viajando. Sólo tenía una pasión, una razón que me permitía ir tirando, mi afición a la novela negra. Esas de detectives, con morenas impresionantes y rubias inquietantes. Un día encontré una cartera y esta placa, desde ese día tengo una nueva vida, a veces como hoy, tengo que doblar turno, pero casi todos los días veo a mi nueva familia. Es verdad, yo quería ser investigador, ese era mi sueño, pero quizá algún día alguno de mis compañeros olvide su identificación. Aunque...¿sabe una cosa?, no sé si volvería a cambiar de vida, me gusta la que tengo ahora. Si quiere un consejo, vaya usted un sábado a una de esas grandes superficies, allí se pierden muchas carteras, con un poco de suerte dentro de un par de semanas usted podrá como yo, tener una nueva vida.
Estas palabras parecieron animar y devolvieron la sonrisa al tipo indocumentado. Le dio las gracias al policía y desapareció.
Yo no sé a ustedes, pero a mí esa historia me inquietó muchísimo. Desde aquel día llevo la cartera colgada con una cadena de mi cuello, no me la quito ni para ducharme. Estoy satisfecho con mi vida y no quiero arriesgarme a perderla por un simple descuido. Pero la historia no acaba aquí, unos meses después de la conversación en la comisaría, volví a verlo en una inauguración, estaba muy cambiado, pero estoy absolutamente seguro, era él. Parecía haber seguido el consejo del policía y tuvo un golpe de suerte, acabó encontrando una cartera que le venía como anillo al dedo, la de un tipo con cara de imbécil, famoso justamente por eso, por tener cara de imbécil.
Aquella madrugada me encontraba en comisaría para unos trámites sin importancia, por una simple cuestión de versiones. Según el agente que me acompañó hasta allí, yo “no solo mostraba evidentes síntomas de embriaguez, sino que ante su requerimiento para que bajase de la estatua ecuestre a la que me había subido a orinar, le respondí agrediéndole con un intenso y abundante chorro de orina". Eso según su versión, la mía difería notablemente. Yo sólo subí a aquella estatua para poder contemplar el paisaje urbano desde su pedestal. Mi supuesta agresión, fue únicamente un desafortunado accidente resultado del sobresalto que me produjo la presencia de la autoridad y por supuesto, mi presunta embriaguez solo era, como dijo aquel abogado de nombre Cosme, un simple “pedete lúcido”.
Mientras esperaba mi turno, tuve la oportunidad de escuchar una conversación sumamente inquietante. Un agente de policía, con cara de cansancio y pocos amigos, trataba de redactar un informe frente al ordenador. Le preguntaba a un tipo bastante desaliñado, vestido con ropa de calidad, pero envejecida. Sin llegar aún a estar sucio, empezaba a mostrar signos de necesitar un baño en condiciones. No hubiera prestado más atención a esta conversación, demasiado ocupado estaba yo tratando de encontrar una explicación razonable para estar subido a aquella estatua, si no hubiera sido por un detalle que me hizo olvidar mis posibles alegatos de inocencia y prestar atención a la conversación. Cuando el policía le preguntó su nombre al tipo desaliñado, este contestó:
-No estoy seguro.
El policía se quedó un poco perplejo.
– ¿Cómo que no está seguro de su nombre?
-Esa es la razón de que esté aquí, agente- contestó el tipo un poco nervioso.
El policía pareció respirar aliviado. Yo por el contrario estaba decepcionado, seguramente solo sería un caso de amnesia, lo enviarían al hospital y el agente podría terminar su turno a tiempo. Pero si esta posibilidad era su esperanza de tener un fin de turno tranquilo, pronto quedó decepcionado y por supuesto, yo encantado.
-Quiere decir- preguntó el policía tratando de llevar el tema al mundo de lo tangible y de los trámites simplificados -¿que no recuerda su nombre?
-No, no señor. Quiero decir que no estoy seguro de cuál es mi nombre, de hecho estoy aquí para denunciar un robo.
El agente sonrió levemente, no era amnesia. Pero debió pensar que un robo tampoco estaba nada mal, de hecho era mucho mejor, las denuncias por robo son las más sencillas de rellenar.
-¿Qué le han robado?- preguntó el agente solícito.
-Mi identidad señor, me han robado mi identidad.
El agente tardó un poco en reaccionar ante la declaración del individuo. Yo en cambio soy mucho más rápido y fingiendo estirar las piernas me acerqué un poco más a ellos para poder escuchar mejor la conversación.
-Pero oiga, ¿cómo pueden robarle la identidad a una persona?- dijo el policía.
-Pues por eso estoy aquí, quiero que lo averigüen.
El cansado agente resopla resignado, pensando que delante tiene a un auténtico chalado.
-No me mire así- se defiende el pobre hombre de la mirada del agente, el cual decide cambiar de estrategia.
-¿Ha bebido usted?- pregunta sin contemplaciones.
Iba a contestar pero justo antes de hacerlo me di cuenta de que la pregunta no iba dirigida a mí.
-No, no bebo nunca-. Responde el supuesto chalado.
-¿Toma algún tipo de medicación?
-No señor, salvo que los caramelos para la garganta sean considerados un medicamento.
-No, no me refería a ese tipo de medicación- contesta el agente. Mira al individuo que tiene delante y su aspecto le confirma las palabras del consumidor de 'juanolas'. Parece sobrio.
-De acuerdo-, dice el policía resignado -cuénteme su historia-. Y entonces el individuo contó la historia más extraña que nunca antes había escuchado.
-Todo empezó el miércoles de la pasada semana. Como cada mañana me despedí de mi esposa y salí de casa camino del trabajo. Pero cuando estaba en la autopista me di cuenta de que no llevaba la cartera. -Quizá la he olvidado en casa- pensé – pero a esa hora ya no había nadie allí y decidí esperar a la noche para comprobarlo. Estaba absolutamente seguro de haberla olvidado, en ningún momento se pasó por mi cabeza la posibilidad de haberla perdido. Y cuando llegué al trabajo ya no pensé más en el asunto. Aparte de las llaves de casa, del coche y algunas monedas sueltas en los bolsillos, no llevaba nada más, ni tarjetas, ni documentos.
El día pasó rápido en el trabajo, con esa fortuna en el bolsillo ni siquiera pude comer. Cuando salí del trabajo ya era tarde, no era nada inusual, así era casi todos los días y llegué a casa cuando ya eran bien pasadas las diez de la noche. Abrí la puerta y al entrar un tipo que me resultaba vagamente familiar me preguntó quién era.
Sorprendido retrocedí, quizá me había equivocado, estas casas adosadas son todas iguales. Pero había abierto con mi llave, así que volví hasta el umbral de la puerta para comprobar el número. Apareció mi mujer preguntando al hombre que quién era el tipo de la entrada y anunciándome que ya había llamado a la policía.
Me invitaron a salir de “su” casa, a lo que por supuesto me negué. Aparecieron mis hijos asustados y llamaron a aquel tipo 'papá', y mi perro, ¡mi propio perro!, aquel inútil que solo sabía comer y cagar, que en su vida había ladrado a nadie, ahora lo hacía contra mí y encima enseñaba los dientes y tenía el vello erizado. ¡Si hasta logró que le tuviera miedo!
Finalmente apareció la policía y me pidió la documentación. Yo claro, no pude identificarme, pero exigí que identificaran al tipo a quién mis hijos habían llamado papá. Casi me caigo de culo cuando el tipo en cuestión, sacó mi cartera de su bolsillo y les enseñó mi documento de identidad.
Nadie pareció reparar en el detalle, pese a mi insistencia, de la falta de parecido entre el individuo y la foto del carné, ni tampoco en mi parecido con la cara de la foto. Yo siempre he sido más bien bajito, con gafas y entradas. Incluso en una foto tomada hacía tres años las diferencias eran evidentes. De nada sirvieron mis protestas, ni llamar a mis hijos por su nombre. Acabé en la calle con la exigencia de los agentes de que 'circulara'. Según ellos podía considerarme afortunado de no ser detenido, ya que los propietarios de la casa no habían querido presentar denuncia. Pero si persistía en molestar a esa familia acabaría en comisaría y allí ni los mirones, ni los tipos que conocen el nombre de los hijos de otras personas eran bien recibidos.
Aún anonadado me puse a andar sin saber muy bien a dónde ir. Finalmente caí en la cuenta de porqué ese tipo me resultaba familiar, era el instalador de la televisión por cable. Me había cruzado con él esa mañana al salir de casa y habíamos tropezado, debió de ser en ese momento cuando se me cayó la cartera.
Pasé esa noche en el coche y por la mañana, aún confuso y sin saber muy bien que hacer, volví a mi trabajo. Cuando llegué oí risas, algo poco habitual. Para mí el trabajo siempre ha sido ante todo seriedad y no permitía ciertas conductas en mi departamento. Entré dispuesto a pegar un par de voces, pero me quedé de piedra, aquel tipo desde la puerta de mi despacho bromeaba con todo el mundo, incluso el director general estaba allí, tratándolo como a un amigo de toda la vida, y riéndose como un loco. En quince años nunca antes había visto a nadie tratar al director general con esa familiaridad y confianza. Me senté en una silla en la recepción y me quedé allí hasta la hora de la comida. Nadie pareció reparar en mí. Todo el mundo salió puntualmente y parecían ir a almorzar con mi sustituto, algo que yo nunca hubiera hecho. Incluso delante de mí, dió la tarde libre a uno de los administrativos para que pudiera acompañar a su esposa al ginecólogo. Inaudito, me di cuenta de que en cuestión de horas yo había desaparecido totalmente, no podía competir con aquel tipo con el entusiasmo de un relaciones públicas. Entonces la recepcionista reparó en mí y me preguntó qué deseaba. No supe que contestar, me levanté sin decir nada y volví a salir a la calle.
Después de eso he estado vagando unos días por la ciudad. La verdad, no reprocho ni a mis hijos ni a mi esposa haber aceptado a aquel tipo con tanta facilidad, apenas tenía trato con ellos. A mis hijos a lo sumo los veía un rato cada día y algún fin de semana de vez en cuando. No me extraña ser un desconocido para ellos, ni tampoco para los empleados de mi departamento. Yo era eficaz, más bien diría muy eficaz, pero la mía era una eficacia mediocre, gris y asfixiante. En resumen, era una persona insensible respecto a mi familia, sólo interesado en el trabajo, de hecho, si en aquel momento me hubieran preguntado que grado cursaba mi hijo, hubiera sido incapaz de responder.
Puedo entender los motivos de mi familia y empleados para olvidarse tan rápidamente de mí, pero me cuesta aceptarlos, por eso estoy aquí. Quiero recuperar mi vida. Llevo diez días durmiendo en un hostal para indigentes, no puedo registrarme en la oficina de empleo, no puedo abrir una cuenta bancaria, no puedo enviar un currículum, no puedo hacer absolutamente nada, no existo, soy invisible...
-De hecho- le interrumpió el policía -no puede presentar ni una denuncia.
El tipo suspiró resignado. -Ya lo suponía- dijo. Se levantó, dio las gracias y se encaminó hacía la puerta.
Pero el agente parecía conmovido y le invitó a sentarse de nuevo. Después de mirarme con desconfianza, con un volumen de voz que me hizo sentir orgulloso de mi oído, le dijo:
-¿Usted cree que yo siempre he sido policía? Hasta hace dos años era comercial, un trabajo aburrido, sin expectativas, siempre viajando. Sólo tenía una pasión, una razón que me permitía ir tirando, mi afición a la novela negra. Esas de detectives, con morenas impresionantes y rubias inquietantes. Un día encontré una cartera y esta placa, desde ese día tengo una nueva vida, a veces como hoy, tengo que doblar turno, pero casi todos los días veo a mi nueva familia. Es verdad, yo quería ser investigador, ese era mi sueño, pero quizá algún día alguno de mis compañeros olvide su identificación. Aunque...¿sabe una cosa?, no sé si volvería a cambiar de vida, me gusta la que tengo ahora. Si quiere un consejo, vaya usted un sábado a una de esas grandes superficies, allí se pierden muchas carteras, con un poco de suerte dentro de un par de semanas usted podrá como yo, tener una nueva vida.
Estas palabras parecieron animar y devolvieron la sonrisa al tipo indocumentado. Le dio las gracias al policía y desapareció.
Yo no sé a ustedes, pero a mí esa historia me inquietó muchísimo. Desde aquel día llevo la cartera colgada con una cadena de mi cuello, no me la quito ni para ducharme. Estoy satisfecho con mi vida y no quiero arriesgarme a perderla por un simple descuido. Pero la historia no acaba aquí, unos meses después de la conversación en la comisaría, volví a verlo en una inauguración, estaba muy cambiado, pero estoy absolutamente seguro, era él. Parecía haber seguido el consejo del policía y tuvo un golpe de suerte, acabó encontrando una cartera que le venía como anillo al dedo, la de un tipo con cara de imbécil, famoso justamente por eso, por tener cara de imbécil.
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