viernes, 8 de agosto de 2008

Crónicas de un tiempo sin líneas (VII)

Emigración

Aún recuerdo cuando el mar llegaba hasta donde estoy sentado en estos momentos. Hace treinta años en este mismo lugar su aguas mojaban mis pies y podíamos ver decenas de naves varadas en la playa o saliendo a mar abierto. La ciudad casi vivía a pie de mar. Las marismas no existían aún, los inviernos eran más suaves y los veranos más cálidos. Ahora el frío se prolonga hasta bien entrado junio, las frecuentes heladas destruyen la fruta, y los veranos frescos y lluviosos pudren el grano antes de que madure. Al final solo recogemos unos pocos sacos de grano, insuficientes para mantener a una familia, menos aún a una ciudad.
Primero desaparecieron los comerciantes, el puerto quedó anegado y después desapareció engullido por las marismas. Tras ellos marcharon muchos otros ciudadanos, aquellos que vivían de ellos. Los ricos y poderosos buscaron otros lugares donde establecerse, los que nos quedamos hemos vividos expuestos a la miseria y a enfermedades antes desconocidas y para las cuales no teníamos remedio.
La ciudad ha ido cambiando al ritmo de mi envejecimiento, reduciéndose y encorvándose hasta convertirse en un espacio irreconocible para quienes nacimos en ella. El cambio apenas fue perceptible al principio, pero a mi regreso, después de veinte años fuera, pude comprobar como la playa estaba más alejada de la ciudad y las naves varadas en ella eran mucho menos numerosas. La población se había reducido, las enfermedades habían hecho estragos entre mis vecinos, la pérdida de comercio y la inseguridad de los caminos acabaron con su vitalidad.
Quise ignorar los síntomas que anunciaban su desaparición. Sólo recordaba la ciudad bulliciosa, siempre activa, un lugar lleno de sonidos que no concedían tregua ni cuando llegaba la noche. Ahora casi siempre permanece silenciosa, por las noches las puertas de la ciudad se cierran y sus calles quedan desiertas. Desde que volví no he sido testigo de uno de esos atascos que antes eran cotidianos en sus calles, especialmente los días de mercado. Las ciudades se mueren. Quizá debí abandonarla cuando empezamos a aprovechar las piedras de edificios públicos y casas vacías para construir una muralla. Toda una ironía, deconstruir una ciudad para protegerla, para aislarla del mundo, para salvaguardar su decadencia de la mirada de extraños, empequeñeciéndola en cada tramo de barrera construido.
Esta pequeña ciudad nunca fue gran cosa, pero ahora es mucho menos y pronto seguramente no pasará de ser un pueblucho semiabandonado. Antes solo era una ciudad de provincias, tranquila, alejada de los grandes hombres y acontecimientos de nuestra nación. Pero pese a la distancia nos sentíamos orgullosos de pertenecer a un imperio que era dueño de casi todo, potente e invulnerable, orgulloso y arrogante, sus ejércitos eran la muestra de nuestro poder y el terror de nuestros enemigos. Ahora se han transformado en bandas de depredadores guiados por generales ineptos y ambiciosos. Nuestros gobernantes no son mucho mejores que ellos, en el mejor de los casos inútiles idiotizados y cobardes, en el peor, sádicos sedientos de sangre que convierten sus gobiernos en baños de sangre.
La gente muere o huye. Algunos hemos tratado de aguantar todo lo posible, pero la voluntad ya no es suficiente para cambiar las cosas. Las cosechas cada vez son más escasas, muchas tierras permanecen baldías, sin nadie que las trabaje. Y las pocas propiedades aún productivas y rentables están permanentemente acosadas por la rapiña de grandes propietarios empeñados en construir pequeños reinos agrícolas.
Las ciudades se despueblan. El desabastecimiento de alimentos y las enfermedades han provocado la huida de muchos. Unos han ido al otro lado del mar, al este, ese es el camino que mi familia y yo tomaremos. Otros sin recursos para escapar han renunciado a sus libertades, al privilegio y la dignidad de su ciudadanía para ponerse bajo la protección de terratenientes que han transformado sus residencias agrícolas en fortalezas y se han rodeado de hombres armados. Hace cuarenta años todo esto nos hubiera parecido un cuento para asustar a los niños, pero ahora estamos siendo testigos del fin del mundo. Estamos sufriendo la ira de los dioses, les volvimos la espalda y ahora pagamos las consecuencias. Ignoramos sus avisos y por desgracia no podemos seguir ignorando las amenazas. La vida de mi familia y la mía propia están en peligro.
-Dominus-, un esclavo, interrumpe mi reflexión. -Debemos irnos.
Finjo ignorarlo, pero tiene razón. Hace una semana llegó la noticia. Roma, la imperial, la eterna, el centro del universo, había sido saqueada. Las noticias las traían refugiados asustados, hambrientos y desesperados que trataban de encontrar un pasaje para abandonar esta tierra que se hundía en la oscuridad. Dejamos atrás casi todo, la casa familiar donde crecí y desde donde mi familia fue testigo durante generaciones de la grandeza de Roma. Ya no quedan las legiones de Mario que puedan protegernos, no quedan generales como Cesar capaces de cambiar el curso de una guerra, ni emperadores como Augusto dispuesto a perseguir a los enemigos del imperio hasta sus propias casas. Solo queda huir. Pronto embarcaremos con lo justo para empezar de nuevo. Iniciaremos un incierto viaje hacia Constantinopla, la última luz de nuestro imperio. A la antigua Bizancio huyen los restos del mundo civilizado. Quien no logre alcanzarla se sumergirá en una larga noche fría y espesa.

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