En la antigüedad los hombres viajaban a Delfos para conocer el éxito o fracaso de una empresa o buscaban en las tripas de pobres animales la ventura de un viaje o el destino de una batalla. Nosotros, a pesar de haber sido capaces de fisionar el átomo y llegar a la luna, necesitamos también la certeza de que llegaremos a nuestro destino sanos y salvos. Pero como ya no es cuestión de destripar pollos en el mostrador de embarque mientras facturan nuestro equipaje, ni sumar a las tripulaciones de los aviones una pitonisa que lance bendiciones o cartas del tarot mientras quema incienso, ponemos nuestros destinos en mano de la estadística y la probabilidad, que si bien no son dioses, les suponemos un poder equivalente y además con el valor añadido de lo tangible.
Qué necesidad tenemos ya de la superstición o de depender del capricho divino cuando la modernidad y la tecnología están de nuestra parte. Quién necesita a un brujo danzando o un sacerdote en trance, cuando viajamos acompañados de la Estadística y la Probabilidad. Cierto es que la estadística es una ciencia muy peculiar que consigue hacernos a todos propietarios de un televisor o poseedores de una renta digna, aún cuando para comer dependamos de los Servicios Sociales. Y si la demócrata estadística se muestra imperfecta con la realidad en la distribución de bienes y recursos, con la probabilidad no nos va mucho mejor desde que un tipo, de apellido Murphy, nos fastidió a todos con sus desayunos a base de tostadas y mermelada.
Pero a pesar de estos pequeños defectos, por otra parte muy aceptables, confiamos en los números. Al fin y al cabo dos y dos son cuatro hace algunos milenios, así que muy desencaminados no pueden ir estos señores dedicados a pronosticar el tiempo y ya de paso nuestras posibilidades de morir atravesados por un rayo, cuando recurren a las sumas y restas para tranquilizarnos.
Pero todos estos cálculos pueden contener un error esencial y ese error no está ni en los números ni en las matemáticas, sino en esa perversa variación veneciana llamada contabilidad. Los números anotados bajo el epígrafe del debe y el haber pueden ser taimados y traidores, incluso corrompidos por el viejo mandato de creced y multiplicaos. Seguramente los expertos en tablas estadísticas y posibilidades no tengan en cuenta el poderoso influjo que la caja registradora puede tener en los resultados de sus análisis y por extensión en nuestras vidas.
A nadie que interprete de buena fe los números se le pasaría por la cabeza la posibilidad de que el precio del combustible, las dificultades económicas de una empresa o la pérdida económica que puede suponer un avión parado en tierra, pudieran provocar una desviación de los resultados estadísticos. Como tampoco ningún ingeniero, ni siquiera el propio diseñador de la máquina, puede anticipar de antemano, porque las variables son inmensas, que una sucesión de pequeñas averías no puedan tener como consecuencia una tragedia.
Quizá los griegos no andaban tan desencaminados y como buenos conocedores que eran de la naturaleza humana, preferían poner su confianza en dioses y sacerdotisas en lugar de confiar su destino en artes o artefactos a veces tan frágiles como las alas de Ícaro.
Pero a pesar de estos pequeños defectos, por otra parte muy aceptables, confiamos en los números. Al fin y al cabo dos y dos son cuatro hace algunos milenios, así que muy desencaminados no pueden ir estos señores dedicados a pronosticar el tiempo y ya de paso nuestras posibilidades de morir atravesados por un rayo, cuando recurren a las sumas y restas para tranquilizarnos.
Pero todos estos cálculos pueden contener un error esencial y ese error no está ni en los números ni en las matemáticas, sino en esa perversa variación veneciana llamada contabilidad. Los números anotados bajo el epígrafe del debe y el haber pueden ser taimados y traidores, incluso corrompidos por el viejo mandato de creced y multiplicaos. Seguramente los expertos en tablas estadísticas y posibilidades no tengan en cuenta el poderoso influjo que la caja registradora puede tener en los resultados de sus análisis y por extensión en nuestras vidas.
A nadie que interprete de buena fe los números se le pasaría por la cabeza la posibilidad de que el precio del combustible, las dificultades económicas de una empresa o la pérdida económica que puede suponer un avión parado en tierra, pudieran provocar una desviación de los resultados estadísticos. Como tampoco ningún ingeniero, ni siquiera el propio diseñador de la máquina, puede anticipar de antemano, porque las variables son inmensas, que una sucesión de pequeñas averías no puedan tener como consecuencia una tragedia.
Quizá los griegos no andaban tan desencaminados y como buenos conocedores que eran de la naturaleza humana, preferían poner su confianza en dioses y sacerdotisas en lugar de confiar su destino en artes o artefactos a veces tan frágiles como las alas de Ícaro.
1 comentario:
Pues a mí me vienen a la cabeza todas esas personas que siguen encomendándose a un único dios omnipresente y omnipotente. Cómo podrán siquiera acercarse al entendimiento de que algo así pueda pasarle a nuestros vecinos, a nuestros amigos o hermanos en lugar de a lejanos personajes de otros colores o culturas que solo vemos en el telediario, que a veces nos parecen tan reales como el personaje de cualquier película. Cómo justificar una masacre como ésta, cómo resignarse a que algo así nos pueda pasar a cualquiera, en nombre de qué.
Prefiero leer a Saramago y su Evangelio según Jesucristo y seguir relativizando el valor de todo, también de las estadísticas.
Los siglos pasan pero algunas cosas, y no siempre las mejores, permanecen.
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