Dicen por ahí que Corín Tellado fue tras Cervantes la autora más leída en lengua castellana. Y esto puede ser cierto como no serlo, especialmente si tenemos en cuenta un hecho incuestionable, como es que todos mentimos y nuestras supuestas lecturas no escapan a esta regla. Además nadie en su sano juicio, salvo que alardeé de embrutecimiento, ignorancia o de ser de ciencias, admitirá públicamente no haber leído a Cervantes.
Sin embargo esta competencia absurda entre autores no es la razón de esta entrada. La muerte de esta escritora me ha hecho recordar a un profesor de literatura, de cuyo nombre no quiero acordarme, quien dijo una vez en clase, con mucha razón y algo de desprecio en sus palabras, que esas “novelillas” estaban hechas con “plantilla”, lo cual era cierto. Nunca leí a Corín Tellado, pero sí muchas de Marcial Lafuente Estefanía. Y eran tal como las describió aquel profesor que casi logra hacerme odiar la literatura. En cien pequeñas páginas conocíamos al bueno, a la buena, casi siempre también buenorra, al malo y sus maldades. E invariablemente cada semana éramos testigos de cómo el bueno siempre ganaba, se quedaba con la chica y los malos se iban al quinto infierno, habitualmente con un tiro en la frente y todo esto por veinticinco de las antiguas pesetas. Y cuando años más tarde descubres que el autor de esas historias fue un oficial republicano encarcelado después de la guerra civil, es inevitable sonreír y pensar que cada uno ajusta las cuentas a su manera.
Pese a no haber leído nunca una de las novelas de esa autora, crecí rodeado de ellas. Fueron tan inevitables en mi infancia como la voz de Maruja Fernández en el consultorio de Elena Francis. Y he tardado mucho en reconocerles su mérito, que no consistía únicamente en el gran número de ejemplares que vendían, sino en algo casi tan intangible como la clandestinidad con la que eran leídas. Su éxito residía en el consuelo que procuraron a millones de mujeres sometidas y ensombrecidas por un régimen empeñado en negarles incluso sus propios deseos. Sin lugar a dudas nuestras madres y abuelas nunca encontraron en esas novelas buena literatura, pero sí un poco de alivio, algo de consuelo y posiblemente también algunas ilusiones. Y esto no tiene precio.
Y si algún profesor de literatura dice por ahí que esas novelas eran auténticas basuras, no te cortes un pelo y anímale a escribir, con plantilla o sin ella, y a repetir el éxito de esos menospreciados autores, ya veremos cuál es el resultado. Seguramente te ganes un suspenso, pero el comentario habrá entrado en la frente del profesor como una bala y tu compañera de pupitre te mirará fascinada.
Sin embargo esta competencia absurda entre autores no es la razón de esta entrada. La muerte de esta escritora me ha hecho recordar a un profesor de literatura, de cuyo nombre no quiero acordarme, quien dijo una vez en clase, con mucha razón y algo de desprecio en sus palabras, que esas “novelillas” estaban hechas con “plantilla”, lo cual era cierto. Nunca leí a Corín Tellado, pero sí muchas de Marcial Lafuente Estefanía. Y eran tal como las describió aquel profesor que casi logra hacerme odiar la literatura. En cien pequeñas páginas conocíamos al bueno, a la buena, casi siempre también buenorra, al malo y sus maldades. E invariablemente cada semana éramos testigos de cómo el bueno siempre ganaba, se quedaba con la chica y los malos se iban al quinto infierno, habitualmente con un tiro en la frente y todo esto por veinticinco de las antiguas pesetas. Y cuando años más tarde descubres que el autor de esas historias fue un oficial republicano encarcelado después de la guerra civil, es inevitable sonreír y pensar que cada uno ajusta las cuentas a su manera.
Pese a no haber leído nunca una de las novelas de esa autora, crecí rodeado de ellas. Fueron tan inevitables en mi infancia como la voz de Maruja Fernández en el consultorio de Elena Francis. Y he tardado mucho en reconocerles su mérito, que no consistía únicamente en el gran número de ejemplares que vendían, sino en algo casi tan intangible como la clandestinidad con la que eran leídas. Su éxito residía en el consuelo que procuraron a millones de mujeres sometidas y ensombrecidas por un régimen empeñado en negarles incluso sus propios deseos. Sin lugar a dudas nuestras madres y abuelas nunca encontraron en esas novelas buena literatura, pero sí un poco de alivio, algo de consuelo y posiblemente también algunas ilusiones. Y esto no tiene precio.
Y si algún profesor de literatura dice por ahí que esas novelas eran auténticas basuras, no te cortes un pelo y anímale a escribir, con plantilla o sin ella, y a repetir el éxito de esos menospreciados autores, ya veremos cuál es el resultado. Seguramente te ganes un suspenso, pero el comentario habrá entrado en la frente del profesor como una bala y tu compañera de pupitre te mirará fascinada.
1 comentario:
Ay...yo tampoco leí nunca a Corín Tellado, pero sí a Lafuente Estefanía. Más de una vez fui al quiosco a comprar o a cambiar alguna de sus novelas para mi padre y más de una vez, en pleno mono de libros y con la biblioteca cerrada, me escabullía hacia su mesita de noche y le cogía alguna novela para pasar el rato.
Pobre, es curioso pero hace pocos años me enteré de que vive en mi zona (es vecino de un amigo) y de que iba con cierta frecuencia a Gijón para visitar a su buena amiga Corín Tellado.
Supongo que el mérito de Corín Tellado puede ser más de índole social que literaria. Reivindicó el derecho de la mujer a la pasión, al sentimiento y la aventura, a un mundo muy alejado de las cuatro paredes que rodeaban su cocina y la ropa sucia, en una época de color azul y de bastidores para bordar el ajuar.
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