Uno de los efectos más perversos de cualquier crisis es la incertidumbre que genera en las personas, estas se sienten zarandeadas por circunstancias que muchas veces no son comprendidas del todo. En estas circunstancias las explicaciones abstractas y el apelar a «razones de Estado» para pedir sacrificios no tiene ningún valor, cuando persiste la impresión de que estamos siendo engañados y de que las reglas del juego son cambiadas cada vez que resulta necesario e invariablemente siempre en beneficio de los mismos intereses.
Durante años se ha menospreciado al Estado, el intervencionismo y cualquier regla que limitara la actividad económica de las grandes empresas y multinacionales. Sus beneficios han sido cuantiosos y sus impuestos ridículos, mientras los trabajadores veían reducir en términos absolutos y relativos la cuantía de sus ingresos y cómo el esfuerzo impositivo recaía en las rentas salariales. Hemos sido testigos de cómo grandes fortunas eludían el fisco, refugiándose en paraísos fiscales y cómo empresas, tras anunciar enormes beneficios, despedían a miles de empleados tan solo para incrementar unas décimas el valor de sus acciones. Durante años nadie ha cuestionado el origen del dinero que encontraba refugio seguro en los centros offshore. Daba igual si provenía del tráfico de personas o de drogas, nadie ha movido un dedo para poner fin a ese repugnante flujo financiero. Alegando la imposibilidad de intervenir en el mercado, las autoridades políticas y económicas han mirado en otra dirección, en unos casos por impotencia y en otros por convicción ideológica.
Ahora se sorprenden no solo del escepticismo de la gente ante las medidas para superar la crisis, sino también de su resentimiento. Esta crisis puede provocar, si no lo ha hecho ya, una grave fractura entre los ciudadanos y las instituciones que los representan. Si las decisiones continúan tomándose de acuerdo a un guión desprestigiado y caduco, al dictado de los intereses de quienes han provocado la catástrofe. Que cientos de miles de personas hayan aguantado pacientemente y en silencio la tiranía de unas reglas desiguales y de unas cartas marcadas, no significa necesariamente que vayan a aceptar con la misma impasibilidad la tomadura de pelo al ver sus impuestos utilizados, no ya para reactivar la economía real, sino para continuar alimentando la codicia, prolongar la opacidad y estimular la impunidad.
No podemos tomar en serio estas medidas, las decida quien las decida, si los gestores de la recuperación son los mismos que la provocaron. Ni tampoco es de cajón que la izquierda europea, después de años de silencio y retraimiento ideológico, acuda al rescate del capitalismo salvaje sin exigir, como mínimo, unas contra-prestaciones de carácter social o no trate de definir un nuevo modelo de relaciones económicas que anteponga la justicia social a las invisibles, desiguales y amañadas reglas del mercado. El neoliberalismo se ha infringido a sí mismo un golpe devastador y han sido ellos solitos quienes han reventado el sistema. La izquierda, aunque solo sea por su propio interés, no debería acudir en auxilio de esta gente, el desprestigio es desagradablemente contagioso y sería todo un sarcasmo que el desgaste político recayera en estas organizaciones. Y si resulta que defender el interés general supone la nacionalización de un banco o el despido de unos ejecutivos, no pasa absolutamente nada, con su experiencia profesional posiblemente encontrarán rápidamente empleo como dinamiteros en derribos y demoliciones.
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