martes, 1 de febrero de 2011

El hollín que cubre los jazmines


El norte de África y Oriente Medio están siendo sacudidos por unas revoluciones que parecen contagiosas. Con mayor o menor intensidad las protestas están poniendo en jaque a dictaduras que hasta hace pocas semanas parecían firmemente asentadas. Miles de ciudadanos han tomado la calle cansados de ser mendigos y prisioneros en sus propias naciones, fatigados de unos gobiernos instalados en la corrupción, sostenidos por ejércitos de gatillo fácil y embajadores complacientes y complacidos con unos dictadores, cuya única virtud era la promesa de mantener a sus pueblos alejados del integrismo.

En un tiempo muy breve, en uno de esos momentos tan poco habituales e imprevistos, en los que a la Historia se le acelera el pulso, se están resquebrajando las bases de una organización política construida a medida de las élites sociales locales y de los intereses de países extranjeros que han excluido de forma sistemática a los pueblos. Los ciudadanos de esas naciones han renunciado a su resignación y han alzado la voz. Se enfrentan, con desesperación o ilusión, a veces es difícil diferenciarlas, a los instrumentos que cualquier dictadura utiliza cuando se tambalea. Primero son los tanques y cuando éstos se quedan sin resuello o sus artilleros sin munición, recurren a la vieja formula de cambiar todo para que nada cambie. Es sencillo identificar un régimen con un rostro, hacer creer a la gente que una vez descolgados los retratos oficiales, derribadas las estatuas y exiliado el dictador, las cosas serán diferentes. Las tiranías utilizan el terror y el miedo como instrumento para controlar a la población, pero se sostienen sobre una amplia red de complicidades, intereses y beneficiarios que casi siempre sobreviven al figurante, y mucho después de la desaparición del dictador, continúan controlando la vida política y económica de sus países.

La historia está llena de claveles marchitos sobre fondos de terciopelo ajado, de caminos incompletos, de ilusiones perdidas y de pueblos traicionados. Posiblemente esto volverá a ocurrir. En Túnez, el partido oficial y los militares se han reinventado a sí mismos, proponiendo una democracia domesticada que excluya a los partidos de izquierda e islamistas. Posiblemente lo consigan. El furor popular parece haber cedido tras la salida de Ben Alí. Egipto es otra historia, el estratégico Canal de Suez y la existencia de una amplia base islamista son razones suficientes para que las potencias occidentales miren con desconfianza cualquier cambio profundo en la región, quedando descartada cualquier forma de democracia mínimamente creíble. Un gobierno amigo de Irán o dispuesto a echar el cerrojo al canal, en nombre de la Guerra Santa, es un riesgo que nadie asumirá, empezando por el estado de Israel. Lamentablemente, la necesidad de seguir quemando petróleo marchitará los jazmines y las legítimas ilusiones de los pueblos, cubriendo de hollín la breve primavera de este mes de enero.

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