miércoles, 16 de febrero de 2011

Quien siembra cine...

Muchos de nosotros pertenecemos a una generación que aprendió a apreciar el cine forzados por las circunstancias. No son fáciles de olvidar aquellos largos fines de semana organizados en torno a la Primera Sesión de los sábados y a la sesión doble de los domingos por la tarde, en unos cines que olían a zotal y cuyas carteleras combinaban una “peli” buena y otra mala (muy mala por lo general). No había mucho más donde escoger. Los ordenadores eran cosa de las series de ciencia ficción, las consolas no existían y la oferta televisiva quedaba reducida a dos canales, eso si no vivías en alguna de esas zonas de nuestro país en los que la segunda no llegó hasta finales de los setenta. En esas condiciones, siempre amenazados por el aburrimiento, era inevitable, posiblemente también obligado, aficionarte al cine y más tarde a la lectura. En aquellos tiempos muy pocas personas se podían permitir el lujo de viajar, más allá del peregrinaje veraniego “al pueblo”. Esas horas de cine, nos permitieron entrever que más allá de los largos y tediosos fines de semana de invierno había otros mundos, y algunos aún hoy en día no hemos abandonado del todo ese hábito de completar con nuestra imaginación aquellas tardes en las que se puede escuchar el paso del tiempo.

Las cosas han cambiado, vivimos en un universo multitarea en el que las posibilidades de ocio, si bien no son infinitas, son lo suficientemente amplias como para que en la práctica nuestra incapacidad de alcanzarlas les confiera esa dimensión. La ilusión de infinidad y la rapidez con la que cambia la oferta, transforman nuestra vida, nuestro tiempo libre, en una montaña rusa de estímulos. En este contexto la lectura y especialmente el cine llevan las de perder, no porque pretendan ignorar los cambios tecnológicos o por la rigidez de una industria empeñada en mantener un modelo de negocio que da síntomas de obsolescencia, sino por simple miopía.

Quizá un adolescente sea capaz de ver sin excesivas protestas “Centauros del desierto” o “Solo ante el peligro”, aunque seguramente para obligarle a prestar atención a Truffaut se necesiten algo más de cuatrocientos golpes. Si no se les educa desde pequeños para apreciar el cine y la lectura es improbable que más tarde sientan algún interés por hacerlo. Así que esa empresa que ha enviado treinta mil cartas a centros educativos recordándoles la necesidad de tener una licencia para exhibiciones cinematográficas, ha cometido un error muy propio de una parte de nuestra industria cinematográfica, (la que lleva años “remasterizando” las impresentables comedias de Fernando Esteso y Andrés Pajares), que es el de vivir al día sin preocuparse excesivamente del futuro. Tal vez esta empresa necesitada de ingresos, crea haber encontrado una forma rápida de recaudar sin tomar en consideración que integrar el cine en los programas educativos es una manera de preservar su futuro, una inversión a largo plazo que les reportará más beneficios que perjuicios. Deberían saber que quien siembra cine, recoge cinéfilos.

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