martes, 22 de febrero de 2011

Si yo fuera libio


Se nos ha presentado el mundo musulmán como una realidad uniforme, sin matices. Unas sociedades que parecían asumir de buen grado unos sistemas políticos de naturaleza feudal o dictatorial. Se ha retratado a los diferentes pueblos como una masa fanatizada cuyo único interés parecía ser combatir a los decadentes infieles occidentales, como gente incapaz de desarrollar un sistema plenamente democrático. Ahora, cuando el tiempo de los autócratas parece estar llegando a su fin, el viento también arrastra los tópicos que han alimentado nuestros temores. Descubrimos, seguramente asombrados, como miles de personas exigen trabajo, dignidad y democracia, reclamaciones no solo muy razonables, sino también muy laicas. Aún no hemos escuchado a los manifestantes gritar a favor de una guerra santa que transforme nuestras catedrales en mezquitas, ni tampoco han exigido la devolución del Al-Andalus, ni una nueva batalla que les permita desquitarse de la derrota de Poitiers.

Si los atentados de Nueva York, Madrid o Londres no fueron financiados mediante suscripción popular (esto no excluye que sectores radicalizados los celebraran), deberíamos preguntarnos por el origen de la hostilidad hacia occidente y si ésta no ha sido magnificada de forma interesada, tanto por los dictadores, que así aparecían como elementos moderadores imprescindibles para mantener el equilibrio en la región, o por los teóricos del choque de civilizaciones, necesitados de mantener una tensión política que justificara sus guerras de agresión y el recorte de derechos en nombre del terrorismo. Resulta sorprendente que esta Europa, que se llena la boca con la declaración universal de los derechos del hombre y del ciudadano, supuesta heredera del siglo de las luces, se muestre tan mezquina respecto a los acontecimientos que están teniendo lugar en el Norte de África y Oriente Medio. Las tibias declaraciones de la Unión Europea manifiestan que los intereses económicos prevalecen sobre las consideraciones de carácter humanitario y como cínico colofón a esa ruindad enmascarada de diplomacia, aún se atreven a tratar de justificarlo alzando la bandera de la inmigración.

Las cosas están cambiando y la respuesta europea, mediatizada por los poderes financieros, se reduce a guardar silencio a la espera de un ganador con quien continuar haciendo negocios. Lamentablemente se está imponiendo el criterio de esos tipos, que pese a sus diferencias religiosas son capaces de compartir con fraternal camaradería las sillas de los consejos de administración de las petroleras. Sin embargo, el precio por callar en nombre del dinero lo pagaremos todos, desaprovechando una oportunidad de demostrar nuestro compromiso con la democracia y así recuperar algo del prestigio perdido. Quizá surjan nuevos dictadores, individuales o colegiados, a quienes corromper a cambio de derechos de explotación, pero desde luego, si yo fuera un ciudadano libio y recuperara mi país para sus gentes, Europa iba a llenar los depósitos de sus coches con aceite de oliva.

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