viernes, 11 de febrero de 2011

Mea culpa

Durante una semana los gritos de pavor de las autoridades públicas han desgarrado nuestros oídos y sobresaltado nuestros espíritus. Durante un tiempo, hasta que averiguamos la razón de tanto espanto desatado, nos sentimos desconcertados, ¿cuál sería la causa de tanta alarma? Cuando el pánico cedió y pudimos entender sus palabras, se nos reveló el motivo de tanta desazón. Descubrieron que esas espesas nubes grises que cubrían Barcelona y Madrid no eran nubes que anunciaran tormenta, no, no señor, eran consecuencia de la contaminación atmosférica. Desesperados por la falta de recursos económicos y sin el valor suficiente para apretar los machos fiscales a quienes realmente tienen el dinero, elevaron, en un gesto de impotencia, su mirada al cielo buscando ayuda e inspiración. Y contra todo pronóstico, Dios aprieta pero no ahoga, la encontraron.

Ese peligroso velo gris se transformó en un regalo divino, en una excusa perfecta para inventarse un impuesto destinado a mejorar la calidad del aire que respiramos y ya de paso tapar algunos agujeros financieros, resultado de esa extraña costumbre de algunos ayuntamientos de utilizar los ingresos extraordinarios para gastos ordinarios. Qué son un par de euros cuando lo que está en juego es nuestra salud, ¿vamos a reparar en gastos cuando algo tan importante como la calidad de aire que respiramos, convertido en veneno en cuestión de horas, está en juego? Nuestro bienestar es lo más importante, por eso es necesario tomar medidas, o como mínimo, gesticular mucho mientras distraemos al respetable y vaciamos sus ya escuálidos bolsillos. Durante años los especialistas han advertido sobre los riesgos para la salud de los altos niveles de contaminación de nuestras ciudades, pero ha sido necesaria una crisis económica para que las autoridades competentes vean la luz y se planteen tomar medidas (más allá de trasladar los aparatos de medición a zonas menos contaminadas).

Y como la inspiración divina nunca se ha mostrado mezquina, no solo los ha iluminado con la solución, sino también con los culpables, esos tipos extraños empeñados en desplazarse a todas partes en vehículos diesel. Esos motores tan mimados por la administración durante años son ahora el gran problema. Ha llegado el momento de que esos conductores asuman su responsabilidad. Ignoremos a las cementeras, a las centrales eléctricas alimentadas con carbón nacional, a la industria química, a las compañías de aviación y a los gestores públicos (de todos los colores) empeñados en ejecutar proyectos ferroviarios faraónicos y a veces económicamente irracionales, mientras los trenes de cercanías, masificados y descuidados, languidecían. Podríamos preguntarnos cuáles serían las consecuencias si solo un treinta por ciento de esos conductores que llenan de humo nuestros pulmones, dejaran el coche en casa y decidieran utilizar el transporte público, seguramente en cuestión de horas al sistema le saltarían las costuras, incapaz de absorber el incremento de la demanda.

Con este panorama deberíamos plantearnos salir en procesión entonando el mea culpa mientras nos flagelamos, hasta que nuestras espaldas muestren las señales de arrepentimiento. Incluso podemos intentar respirar poquito para contaminarnos menos, a cambio únicamente pedimos que esos rostros acongojados, emboscados en el escenario de una ópera medioambiental, no acaben imprimiendo bulas con la excusa de salvar nuestros cuerpos. Todo el mundo sabe el lío que montó Lutero cuando alguien quiso poner precio a la salvación de las almas.

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