martes, 8 de febrero de 2011

Historia de un soldado

El pasado seis de febrero se conmemoró el 74 aniversario de la Batalla del Jarama. No creo que el inicio de una guerra o de una batalla deba de ser celebrado, recordado quizá. Aunque con frecuencia ese esfuerzo de la memoria acaba convertido en un ejercicio de proselitismo en el que el sonido de los tambores y soflamas oculta los lamentos de las víctimas y las banderas solo sirven para cubrir los cadáveres. Muchas fueron las personas que se vieron arrastradas al combate por circunstancias que no guardaban ninguna relación con su posición ideológica, eso si tenían alguna. Su adscripción a un bando u otro la decidió la casualidad o el destino (que cada cual escoja en función de sus predilecciones), dependiendo casi siempre del lugar que se encontraban el día que se trazó la delgada línea roja.

Una de estas historias empieza en un Madrid asediado por las tropas fascistas. Un joven de dieciséis años, asediado por el hambre y muy mal aconsejado, todo hay que decirlo, decidió alistarse porque le habían dicho que en el ejército podría comer. Impulsado por la necesidad, quizá también por cierto deseo de aventura, combatió, hasta el final de la guerra en el EPR (Ejercito Popular Republicano). Una vez terminado el conflicto cautivo y desarmado el ejército rojo, como muchos otros miles de soldados republicanos fue hecho prisionero. Su futuro se presentaba muy negro. El trato que se dispensaba a aquellos que se habían presentado voluntarios era diferente al que tenían quienes formaban parte de las levas obligatorias. A estos últimos les esperaban tres años de servicio militar, los primeros se enfrentaban a un juicio que en el mejor de los casos podía suponerles largas penas de prisión y en el peor, acabar siendo fusilados. En aquella ocasión tuvo algo de suerte, la columna de prisioneros de la que formaba parte estaba custodiada por italianos, así que aprovechando la noche y la indolencia de sus guardianes, que no se tomaban muy en serio su trabajo, se fugó, volviendo a Madrid, con el mismo hambre con la que había salido unos años antes.

Esperaba que las cosas se calmaran un poco, casi nadie contaba con que el furor homicida de la dictadura y el rencor hacia los vencidos pudiera prolongarse tanto tiempo. Durante unos años vivió oculto en casa de su madre, gracias a ella y a la fingida ignorancia de sus vecinos, evitó ser capturado. La falta de papeles no le permitía trabajar ni desplazarse. El miedo a ser capturado, cuando ya era público cómo se las gastaba la dictadura con los “desafectos” al régimen, convirtió aquellos días en una pesadilla de persianas bajadas, habitaciones en penumbra y conversaciones en susurros. Esa fue su vida hasta que estalló la Segunda Guerra Mundial y Alemania invadió la URSS. La España franquista entusiasmada con las victorias nazis, a quienes debía su propia victoria, se mostró bien dispuesta a colaborar en la lucha contra “el bolcheviquismo”. Se creo La División Azul, unidad que, pese al entusiasmo inicial, más tarde tuvo problemas para conseguir los reemplazos necesarios para mantenerla operativa (más de la mitad de sus efectivos fueron reclutas). El joven de nuestra historia, siguiendo de nuevo un consejo (algunos no aprenden nunca) se alistó como voluntario. Le habían asegurado que esa era una forma sencilla de regularizar su situación sin necesidad de pasar por un tribunal militar.

Supongo que muchos de aquellos “legionarios” esperaban que la campaña rusa fuera una repetición de las victorias que hasta ese momento acumulaba la máquina de guerra alemana. La dureza del clima y la tenacidad del combatiente ruso desvanecieron la esperanza de un victoria rápida y fácil, transformando aquel frente en una trituradora de máquinas y hombres. Aún así nuestro protagonista, pese a todos los peligros a los que le habían expuesto sus consejeros, regresó feliz por partida doble, salió del frente sin heridas importantes y gracias a esos años podría retomar su vida. Claro que la felicidad a veces dura menos tiempo que un estornudo. Al llegar a España alguien reparó que aquel bizarro ex divisionario había servido en el ejército republicano y el regreso a la “normalidad” se retrasó un poco. Su contribución a la lucha contra el comunismo le evitó ser juzgado por rebelión militar, sin embargo, los tres años de servicio militar en África no se los quitó ni Dios.

Toda historia debería concluir con un “happy end”, pero ésta no es de esas. Con más o menos éxito las personas curaron sus heridas o como mínimo las anestesiaron. Otros, unos pocos, continuaron la guerra, esta vez contra sí mismos y acabaron derrotados. Me dijo este hombre que el único patriota que había conocido en su vida era aquel cabrón que le aconsejó alistarse cuando era un niño. Aquel tipo era la esencia misma de España, cuando tuvo hambre en lugar de alimentarlo le dio un fúsil y cuando tuvo miedo le ofreció una guerra.

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