Ayer leí una noticia de aquellas que suelen hacerte sonreír mientras sacudes la cabeza, pero que más tarde te hacen pensar. Un 23% de los jóvenes británicos cree que Winston Churchill es un personaje de ficción y un 52% que Sherlock Holmes fue un personaje real. No me importaría saber cúal es el porcentaje de encuestados que sabían quienes eran realmente y que hubieran sido capaces de situar a ambos personajes en su contexto. Pero claro quizá en ese caso no hubiera sonreído, así que es mejor no tentar a la suerte y tomarse las cosas como vienen.
Descartando que el 23% de esos jóvenes sean extraterrestres y que el otro 52% sufra algún tipo de trastorno disociativo, me pregunto cómo pueden haber llegado a dar estas respuestas. Quizá en el caso de Winston Churchill no sea tan difícil entenderlo. En estos tiempos de líderes de cartón piedra fabricados a golpe de asesor de imagen, o de ideas que en el mejor de los casos, no pasan de mediocres proyectos con poca o ninguna imaginación, es sencillo entender cómo personas como Winston Churchill o Roosevelt puedan llegar a parecer seres de leyenda, políticos controvertidos, (especialmente el Sr. Churchill a ojos de los demócratas españoles), pero capaces con todos sus defectos de hacer frente a situaciones históricas extraordinarias y permitirnos poder olvidarles en paz.
Pero tras la sonrisa, llega la reflexión, si Winston Churchill es un personaje de ficción, ¿qué es la segunda guerra mundial?, ¿sólo un decorado donde Tom Hanks buscaba a un soldado?, o ¿qué son los campos de exterminio?, ¿un lugar donde judíos, prisioneros de guerra rusos, y demócratas de todas nacionalidades iban a pasar los fines de semana? Es inevitable que los hechos históricos se vayan desdibujando y perdiendo su carga de tragedia conforme los protagonistas y testigos desaparecen. El olvido es inevitable y a veces interesado, más aún en estos tiempos donde la memoria dura lo mismo que un anuncio televisivo. Pero de ahí a transformar el baño de sangre que fue el siglo XX en una novela de acción, la sangría de Irak o de algunos países africanos en una incómoda superproducción, media una distancia patológica. Ojalá muchos de todos estos hechos fueran resultado de las pesadillas de algún novelista y pudiéramos relegar en nuestra memoria unos libros que una vez leídos se olvidan o incluso poder escoger no leerlos nunca. Pero no es así. Y mientras las guerras las inventen las naciones y no los escritores, sería recomendable recordar, no vaya a ser que al final acabemos siendo figurantes en alguna tragedia.
Descartando que el 23% de esos jóvenes sean extraterrestres y que el otro 52% sufra algún tipo de trastorno disociativo, me pregunto cómo pueden haber llegado a dar estas respuestas. Quizá en el caso de Winston Churchill no sea tan difícil entenderlo. En estos tiempos de líderes de cartón piedra fabricados a golpe de asesor de imagen, o de ideas que en el mejor de los casos, no pasan de mediocres proyectos con poca o ninguna imaginación, es sencillo entender cómo personas como Winston Churchill o Roosevelt puedan llegar a parecer seres de leyenda, políticos controvertidos, (especialmente el Sr. Churchill a ojos de los demócratas españoles), pero capaces con todos sus defectos de hacer frente a situaciones históricas extraordinarias y permitirnos poder olvidarles en paz.
Pero tras la sonrisa, llega la reflexión, si Winston Churchill es un personaje de ficción, ¿qué es la segunda guerra mundial?, ¿sólo un decorado donde Tom Hanks buscaba a un soldado?, o ¿qué son los campos de exterminio?, ¿un lugar donde judíos, prisioneros de guerra rusos, y demócratas de todas nacionalidades iban a pasar los fines de semana? Es inevitable que los hechos históricos se vayan desdibujando y perdiendo su carga de tragedia conforme los protagonistas y testigos desaparecen. El olvido es inevitable y a veces interesado, más aún en estos tiempos donde la memoria dura lo mismo que un anuncio televisivo. Pero de ahí a transformar el baño de sangre que fue el siglo XX en una novela de acción, la sangría de Irak o de algunos países africanos en una incómoda superproducción, media una distancia patológica. Ojalá muchos de todos estos hechos fueran resultado de las pesadillas de algún novelista y pudiéramos relegar en nuestra memoria unos libros que una vez leídos se olvidan o incluso poder escoger no leerlos nunca. Pero no es así. Y mientras las guerras las inventen las naciones y no los escritores, sería recomendable recordar, no vaya a ser que al final acabemos siendo figurantes en alguna tragedia.
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