El autobús que recorre la ciudad de Barcelona, como antes ha hecho en otras, ha desatado la furia verbal de la jerarquía eclesiástica. En primer lugar la Conferencia Episcopal calificó el autobús de blasfemo, más tarde, el cardenal Rouco Varela, en un ejercicio de calidad democrática, exigió la necesidad de que la libertad de expresión fuera tutelada para “evitar herir la sensibilidad de los creyentes”. Y toda esta beligerancia ha sido provocada por una opinión expresada única y exclusivamente en términos de probabilidad.
El presente de este país parece construido sobre la nostalgia y el reproche permanente por no continuar siendo lo que fuímos o nos obligaron a ser. Una parte importante de la Iglesia española añora con pasión y mucho resentimiento los viejos y buenos tiempos. Cuando en este país no se publicaba un libro sin el visto bueno del Obispado o la Iglesia tutelaba la vida privada y pública de todos sus ciudadanos. Era inevitable, después de cuarenta años de dogma, contradicciones y algunas desviaciones evangélicas (el Nazareno dijo "dejad que los niños se acerquen a mí", de tocarlos no mencionó nada), mucha gente acabó hasta las campanas de tantos pecados propios y de tanta excusa y milonga cuando la Iglesia debía juzgar sus propias faltas. Si a esto sumamos que a gran parte de la sociedad el infierno se las trae al pairo y el paraiso , si pueden, se lo montan cada noche en sus habitaciones y además, con las luces encendidas, era irremediable que la Iglesia perdiera gran parte de su influencia social.
Quizá las palabras del cardenal parezcan un exotismo trasnochado, pero hay "meapilas" siempre dispuestos a ganarse el cielo enviando, en nombre de Dios, a algún hereje al anatómico forense. Así que los autodenominados representantes de Dios en la tierra deberían predicar, en estos tiempos revueltos, con el ejemplo, mostrando más prudencia al escoger sus palabras, porque tanta incontinencia verbal puede llevar a uno o varios chalados, de todo hay en la viña del Señor, a quemar algún autobús. Y si esto llega a ocurrir, espero que no, ya sabremos donde encontrar a los instigadores, los cuales entonces mirarán al cielo, con ese gesto tantas veces ensayado, implorando perdón y sabiduría para los necios que les señalan.
No obstante el mensaje ha sido expresado claramente, las autoridades cristianas y municipales de esta gastada y cansada piel de toro deben, como buenos católicos, tutelar el derecho a la libertad de expresión, en nombre de la Santa Madre Iglesia, impidiendo la circulación de los autobuses blasfemos por las calles de sus ciudades. Lo realmente lamentable es que estos prelados no hayan amenazado con excomulgar a quienes utilizaran uno de esos autobuses, porque con lo que cuesta apostatar, ahora mismo saldría a recorrer la ciudad en busca de uno de esos transportes de diabólicos e impíos mensajes que pese a tanta algarada se muestran esquivos con los incrédulos y descreídos. Desde luego San Pedro se quedó a gusto.
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