martes, 15 de junio de 2010

Prohibir el burka

Vaya por delante mi desconfianza hacia cualquier vestimenta cuyo uso sea resultado de una imposición explícita o implícita. Y no pretendo tampoco ocultar mi recelo hacia las prohibiciones, especialmente cuando su fin es regular conductas anecdóticas (salvo en la CNN, quien haya visto una mujer con burka en nuestro país que levante la mano). El cumplimiento de la norma solo servirá para incrementar el aislamiento de unas mujeres que, por convicción u obligación, viven sujetas a unas tradiciones que, ante la imposibilidad de hacerlas invisibles, las envuelve en sudarios.

Independientemente de nuestra postura ante las religiones e incluso cuando nos mostremos abiertamente hostiles hacia el ensañamiento que la mayoría de ellas muestran hacia las mujeres, debemos preguntarnos qué utilidad tiene una norma que, en el mejor de los casos, regulará la vida cotidiana de doscientas mujeres en una comunidad de casi cuarenta y cinco millones de personas. Qué sentido tiene impedirles el acceso a equipamientos públicos: a mercados, a centros sanitarios o sociales, a lugares donde seguramente podrían detectarse casos de malos tratos. A qué las estamos condenando, a reventar en su casa por una enfermedad o que sus maridos, ahora con la ley de su parte, incrementen la presión que ejercen sobre ellas para que permanezcan encerradas en sus hogares y dependan de ellos hasta para comprar alimentos.

No veo el sentido a esta moda municipal de prohibir el burka, solo se me ocurre pensar que siempre ha sido más económico estigmatizar que invertir en servicios sociales o en políticas de integración. Posiblemente alguien pensará que esta interpretación es recurrir a un argumento que, por manido, ha perdido su sentido pero, al menos, tiene la virtud del optimismo, ya que la proliferación de estas normas no solo puede ser síntoma de un cínico oportunismo político sino también una respuesta, cargada de simbolismo, cuyo objetivo es tratar de apaciguar los ánimos y rebajar la tensión social que se está acumulando en algunos barrios de las grandes ciudades. El tiempo dirá si este disparate legislador, a cuenta de los derechos de las mujeres, tiene alguna utilidad práctica o solo sirve para que una conducta residual acabé convirtiéndose en un elemento de diferenciación e identidad cultural que alimentará la radicalización de las posturas.

1 comentario:

josep duran dijo...

Comparto la incesariedad de prohibir una conducta que no se da de forma general. Creo que hacemos un problema de un no-problema.
Así y todo, yo creo que el límite de los derechos subjetivos son los derechos humanos y la ciudadania no se puede construir desde una no-identidad com es el caso del niqab o el burka. Por tanto, mediación y diálogo sí però también sometimiento a los derechos fundamentales que han de regir cualquier sociedad.