martes, 22 de junio de 2010

El Potosí Afgano

Las razones para la invasión de Irak fueron desde los primeros momentos bastante evidentes. Nadie se creyó las arengas, ni por supuesto que los gobiernos, civilizados y civilizadores tardaran treinta años en ver la luz y descubrir que durante todo ese tiempo habían estado alimentando y armando a un asesino. De golpe, y con clara intención de golpear, recordaron con una extemporánea indignación que en 1988 ese dictador había gaseado a cinco mil kurdos en la población de Halabja. Durante veintidós años aquellas víctimas, como casi todas cuando su piel no es blanca, no importaron a nadie, pero la necesidad de excusas las convirtió en mártires. Aún así la mayoría tuvimos claro que al séptimo de caballería la justicia o la venganza se la traía al pairo y que allí lo único que se sustantivaba era el control de las reservas de petróleo iraquíes.

Sin embargo lo de Afganistán resultó un poco más confuso, no sabíamos muy bien si aquella nación era invadida para expulsar a los talibanes del gobierno o para perseguir a un escurridizo terrorista llamado Bin Laden, capaz de saltar de cueva en cueva enganchado a una máquina de diálisis. Cuando escuché que tras el 11 de septiembre la coalición internacional iba a atacar el país de donde eran originarios la mayoría de los terroristas suicidas, las mujeres eran obligadas a llevar burka y no se les permitía ni conducir un coche, pensé, ingenuo de mí, que iban a dejar Arabia Saudí hecha unos zorros. Estaba equivocado, el objetivo era Afganistán, y las intenciones de esta acción, descartadas las humanitarias, se convirtieron en un auténtico misterio. Por suerte para la transparencia de los hechos a la codicia le cuesta mucho disimular sus razones e intenciones. La semana pasada nos enteramos de que en aquella tierra agreste, curtida por la guerra y donde las mujeres continúan tan puteadas como antes de la intervención militar, se habían descubierto grandes yacimientos de minerales. En un instante Afganistán se había convertido en el Potosí asiático, reduciendo toda la mitología de la bienintencionalidad a un mero ejercicio de relaciones públicas.

Ahora nos vendrán con la milonga de que esos descubrimientos han sido toda una sorpresa, que por casualidad, un grupo de geólogos en plan “intrépidos exploradores”, no solo se atrevieron a entrar en un territorio donde cualquier occidental está de suerte si no sale con las pelotas colgando del cuello, sino que tuvieron las santas narices de ponerse a hacer prospecciones mineras en medio de una guerra. Y como no era cuestión de demorarse demasiado, las bombas de la coalición han demostrado ser muy caprichosas en cuestión de objetivos, hicieron tan bien su trabajo que acertaron a la primera. Toda una aventura que pone en evidencia que esa guerra, como todas, se reduce a un pobre desgraciado metido en una trinchera y a unos hijos de mala madre alejados de las balas y la metralla, que armados con calculadoras suman beneficios y restan vidas.

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